martes, 26 de marzo de 2013

Con Dos Camas Vacías

El tiempo no ayuda. Miro por la ventana de la habitación y entre el vacío y el suelo veo como se reparten las gotas de lluvia el ilimitado espacio aéreo.
Ayer mismo el sol iluminaba las calles que hoy están encharcadas. Ayer mismo era un hombre con pasado, presente y futuro. Hoy... Hoy no soy nada.

Sigo mirando por la ventana del séptimo piso en el que me encuentro. Abajo, los paragüas cubren las cabezas de las personas que dicen que aman la lluvia pero la evitan. Arriba, parece que un ser extraño entiende como me siento y se compadece de mí emitiendo halos de luz que golpean la tierra, a lo lejos, provocando un sonido que me produce un escalofrío.
Y mientras miro por la ventana sigo pensando en lo rápido que han cambiado las cosas. Sonrío al pensar que era un hombre casado, con casa y trabajo, y mi suegra, el peor de mis problemas. Pero la sonrisa dura poco. Demasiado poco. Porque me acuerdo de anoche y un dolor empieza a cubrirme el pecho.
Todo empezó cuando la llamé por la mañana para cancelar nuestra cena. Habían surgido complicaciones con el jefe, que quería que lo cubriese en una reunión importante a la que asistía un importante empresario asiático con el que nuestra empresa debía llevarse bien. Era una oportunidad única para ascender, y no sería yo quien la desaprovechase. La cena tendría que esperar.
Pero a última hora el empresario la canceló, alegando una fuerte alergia producida por una comida típica de nuestro país.
En cuanto colgué el teléfono pensé en llamar inmediatamente a mi mujer para ir a cenar. Pero archivé la idea, y me propuse darle una sorpresa.
De camino a casa compré el ramo de rosas rojas más grande que me ofrecieron, sus favoritas. Apenas me entraba en el coche, pero el desembolso merecería la pena. Eran para mi niña.
Saqué como pude las llaves del bolsillo con una mano y abrí la puerta. Entré de puntillas, intentando no emitir el más mínimo sonido, para darle una sorpresa. Esperaba encontrármela en la cocina haciendo de comer o en el salón viendo la televisión. Pero en la planta baja no estaba. En su lugar, me encontré en una de las sillas de la cocina una chaqueta y un maletín que me resultaban familiares.
Nunca he sido un paranoico, pero esto me asustó. Empecé a imaginarme miles de razones por las que estaban en una silla el material de oficina de mi jefe. Ninguna situación me gustó, así que en lugar de seguir pensando, subí las escaleras.
Peldaño a peldaño, notaba como el mundo pesaba más sobre mis hombros. Es curioso, cuando vemos en los telediarios que un hombre asesina a su esposa nos escandalizamos, incluso maldecimos con muy mal gusto al culpable de tal atrocidad, pero cuando nos ocurre a nosotros nos compadecemos. Entendemos qué le pasaba por la cabeza a ese hombre cuando la mujer que cada noche se acuesta al otro lado de la cama le es infiel. La diferencia entre ese monstruo y cualquiera de nosotros es que no nos lo merecemos.
Y ahora estoy aquí, intentando averigüar cuanto tarda una gota en caer al suelo y mirando a la nada a través de la ventana de un hotel de lujo con dos camas vacías.
Alejandro Berraquero. 26 de Marzo.

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