Por Alejandro Berraquero
-“Padre nuestro, que estás en el cielo, santificado…”
Estoy de rodillas frente a mi cama, con los dedos de las manos entrelazados, mirando el crucifijo que está colgado en la pared como si fuese más que un simple trozo de madera. Y es que yo estoy convencido de que lo es.
Estoy rezando porque creo en Dios y creo que todo puede ir a mejor por muy negro que esté el futuro. Soy trabajador social y estoy empleado en una de esas ONG's que se dedican a ayudar a los demás, algo con lo que me siento identificado. Mentiría si dijese que lo hago por obligación, dado que me encanta mi trabajo.
Vivo en una ciudad como otra cualquiera llamada Jerez de la Frontera, en la provincia de Cádiz. Nací y crecí aquí, en el mismo sitio en el que sirvo a los demás. Porque si quiero ayudar, ¿Qué lugar mejor para hacerlo que mi propia localidad?
Jerez ha sido brutalmente golpeada por la crisis. Su nivel de paro es alarmante, y es el ejemplo perfecto de que ya no hace falta irse a un país subdesarrollado para encontrar pobreza y hambre.
Cada
día atendemos a decenas de personas que viven en el barrio en el que
trabajamos y que necesitan ayuda. Para conseguir desde comida hasta
dinero para pagar las facturas del agua, la luz o el gas.
La
mayoría son padres o madres desesperados por darle a sus hijos un
futuro mejor, personas que tienen una familia por la que luchar. Así
está la situación y no me extraña que esta zona de la ciudad sea
conocida por sus robos y altercados. Cuando sientes que el mundo se
te viene encima poco te importan los principios morales.
Yo
no logro entender cómo Dios permite esto, cómo está pasivo ante la
realidad que nos asfixia. A veces incluso pienso que yo y otros que
tienen la misma esperanza de vivir en un mundo mejor, somos la
solución que pone Dios a todo esto.
Aunque
en otros momentos como los de ayer me planteo seriamente si Dios
existe o es solo un espejismo.
Yo
estaba repartiendo alimentos y otros elementos indispensables para la
vida, como ropa entre otras cosas. Lo que cada uno necesitase,
siempre con buen humor y una sonrisa en la boca porque la felicidad
es una enfermedad contagiosa que esta gente pide a gritos. Pero esa
misma sonrisa se me congeló cuando oí una voz que era el mismo
reflejo de la desolación y la pena.
-Por
favor, deme unas velas.
Pero
obviando el tono, no entendí lo que quiso decir.
-Discúlpeme,
¿Ha dicho velas?
Entonces
al hombre se le cambió la expresión de tristeza por la se le
pondría si viese a alguien que no ve desde hace mucho tiempo.
-Espera...
¿Tú eres Luciano? ¿Luciano Peña?
Entonces
me quedé de piedra, y tras preguntarle cómo sabía mi nombre él me
respondió:
-Pero
si soy Juan, ¿No te acuerdas? ¡”El Disle”! ¡Fuimos juntos al
instituto!
Y
entonces por mi mente pasó fugazmente la imagen de un niño alegre,
bromista, deportista... un niño con ganas de vivir, algo que no veía
en ese hombre. ¿Cómo podía “el Disle” haberse convertido en
aquel hombre que aparentaba mucha más edad de la que en realidad
tenía?
No
se lo pregunté, no tuve valor, pero tras un abrazo y la típica
preocupación por el bienestar del otro que en realidad era un simple
protocolo de educación, le repetí la pregunta de las velas. ¿Para
qué las necesitaba?
-Pues
mira Luciano, que no hay dinero, ¿Para qué va a ser? Hace meses que
no tengo dinero para pagar la luz así que me la han cortado. He
acudido a muchas asociaciones para que saldasen mis deudas pero nadie
tiene fondos. Por eso quiero velas, para ver en mi propia casa.
Esto
me dejó atónito. ¿Tan mal estaba la vida ahí fuera? Parecía que
Dios me ocultaba más de lo que yo imaginaba.
En
el almacén no guardábamos velas, así que de mi propio bolsillo le
di unas monedas para que las comprase, junto con algunos alimentos y
mantas para que ni él ni sus ancianos padres pasasen frío.
Tras
todo esto he llegado a una conclusión: El mundo se cae, y lo hace
por su propio peso mientras que solo unos pocos nos movemos para
evitarlo.
Yo
he sido joven y he estado sentado en los pupitres del colegio. Y
aunque hayan pasado muchos años, también llegaban a nosotros
campañas que tenían como objetivo recaudar alimentos para toda esa
gente que los necesita.
A
mí, mi madre siempre me ha educado en la generosidad y el amor hacia
los que más carecen de él, por eso siempre participaba, aunque
fuese con tan solo un kilogramo de lentejas o algo por el estilo. Y
sentado a mi lado tenía a Juan “el Disle”. ¿Quién me iba a
decir a mí que él iba a estar un día en esa cola esperando su
turno para conseguir algo con lo que sobrevivir?
Ser
generoso cuando todo va bien no cuesta nada, pero para otro puede
significarlo todo. Y con un pequeño gesto, puedes hacer mejor la
vida de otra persona.
Mientras
tanto yo sigo rezando porque creo que hay algo ahí arriba a lo que
nos hemos de encomendar, algo que nos guía aunque la mayoría del
tiempo parezca que ni siquiera existe.
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