domingo, 9 de febrero de 2014

Palabra de Dios



Por Alejandro Berraquero
-“Padre nuestro, que estás en el cielo, santificado…”
Estoy de rodillas frente a mi cama, con los dedos de las manos entrelazados, mirando el crucifijo que está colgado en la pared como si fuese más que un simple trozo de madera. Y es que yo estoy convencido de que lo es.

Estoy rezando porque creo en Dios y creo que todo puede ir a mejor por muy negro que esté el futuro. Soy trabajador social y estoy empleado en una de esas ONG's que se dedican a ayudar a los demás, algo con lo que me siento identificado. Mentiría si dijese que lo hago por obligación, dado que me encanta mi trabajo.
Vivo en una ciudad como otra cualquiera llamada Jerez de la Frontera, en la provincia de Cádiz. Nací y crecí aquí, en el mismo sitio en el que sirvo a los demás. Porque si quiero ayudar, ¿Qué lugar mejor para hacerlo que mi propia localidad?
Jerez ha sido brutalmente golpeada por la crisis. Su nivel de paro es alarmante, y es el ejemplo perfecto de que ya no hace falta irse a un país subdesarrollado para encontrar pobreza y hambre.
Cada día atendemos a decenas de personas que viven en el barrio en el que trabajamos y que necesitan ayuda. Para conseguir desde comida hasta dinero para pagar las facturas del agua, la luz o el gas.
La mayoría son padres o madres desesperados por darle a sus hijos un futuro mejor, personas que tienen una familia por la que luchar. Así está la situación y no me extraña que esta zona de la ciudad sea conocida por sus robos y altercados. Cuando sientes que el mundo se te viene encima poco te importan los principios morales.
Yo no logro entender cómo Dios permite esto, cómo está pasivo ante la realidad que nos asfixia. A veces incluso pienso que yo y otros que tienen la misma esperanza de vivir en un mundo mejor, somos la solución que pone Dios a todo esto.
Aunque en otros momentos como los de ayer me planteo seriamente si Dios existe o es solo un espejismo.
Yo estaba repartiendo alimentos y otros elementos indispensables para la vida, como ropa entre otras cosas. Lo que cada uno necesitase, siempre con buen humor y una sonrisa en la boca porque la felicidad es una enfermedad contagiosa que esta gente pide a gritos. Pero esa misma sonrisa se me congeló cuando oí una voz que era el mismo reflejo de la desolación y la pena.
-Por favor, deme unas velas.
Pero obviando el tono, no entendí lo que quiso decir.
-Discúlpeme, ¿Ha dicho velas?
Entonces al hombre se le cambió la expresión de tristeza por la se le pondría si viese a alguien que no ve desde hace mucho tiempo.
-Espera... ¿Tú eres Luciano? ¿Luciano Peña?
Entonces me quedé de piedra, y tras preguntarle cómo sabía mi nombre él me respondió:
-Pero si soy Juan, ¿No te acuerdas? ¡”El Disle”! ¡Fuimos juntos al instituto!
Y entonces por mi mente pasó fugazmente la imagen de un niño alegre, bromista, deportista... un niño con ganas de vivir, algo que no veía en ese hombre. ¿Cómo podía “el Disle” haberse convertido en aquel hombre que aparentaba mucha más edad de la que en realidad tenía?
No se lo pregunté, no tuve valor, pero tras un abrazo y la típica preocupación por el bienestar del otro que en realidad era un simple protocolo de educación, le repetí la pregunta de las velas. ¿Para qué las necesitaba?
-Pues mira Luciano, que no hay dinero, ¿Para qué va a ser? Hace meses que no tengo dinero para pagar la luz así que me la han cortado. He acudido a muchas asociaciones para que saldasen mis deudas pero nadie tiene fondos. Por eso quiero velas, para ver en mi propia casa.
Esto me dejó atónito. ¿Tan mal estaba la vida ahí fuera? Parecía que Dios me ocultaba más de lo que yo imaginaba.
En el almacén no guardábamos velas, así que de mi propio bolsillo le di unas monedas para que las comprase, junto con algunos alimentos y mantas para que ni él ni sus ancianos padres pasasen frío.
Tras todo esto he llegado a una conclusión: El mundo se cae, y lo hace por su propio peso mientras que solo unos pocos nos movemos para evitarlo.
Yo he sido joven y he estado sentado en los pupitres del colegio. Y aunque hayan pasado muchos años, también llegaban a nosotros campañas que tenían como objetivo recaudar alimentos para toda esa gente que los necesita.
A mí, mi madre siempre me ha educado en la generosidad y el amor hacia los que más carecen de él, por eso siempre participaba, aunque fuese con tan solo un kilogramo de lentejas o algo por el estilo. Y sentado a mi lado tenía a Juan “el Disle”. ¿Quién me iba a decir a mí que él iba a estar un día en esa cola esperando su turno para conseguir algo con lo que sobrevivir?
Ser generoso cuando todo va bien no cuesta nada, pero para otro puede significarlo todo. Y con un pequeño gesto, puedes hacer mejor la vida de otra persona.
Mientras tanto yo sigo rezando porque creo que hay algo ahí arriba a lo que nos hemos de encomendar, algo que nos guía aunque la mayoría del tiempo parezca que ni siquiera existe.

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