Por Alejandro Berraquero
Su único delito
fue creerse lo que le dijeron sus progenitores, lo que cualquier persona le
diría a su hija en una situación así.
Pero
remontémonos al principio. En una habitación de hospital, una familia rebosa
felicidad junto a la hija, la sobrina, la hermana, la nuera, la cuñada
-distintos conceptos que definen a una misma persona- y su marido, que acaban
de ser padres. Pero ellos no son el centro de atención, sino una pequeña cuna
situada a la derecha de la cama de la madre junto a la que se agolpan
familiares y amigos para ver a la retoño.
La sala está
repleta de regalos. Todo tipo de peluches, ropa en miniatura del color rosa
característico de las niñas e incluso dos carritos de bebé prácticamente
idénticos de dos parientes que no se habían puesto de acuerdo y habían acabado
regalando lo mismo se almacenan en sillas o esquinas. Las sillas libres están
ocupadas por un par de personas que ya han observado lo suficiente el contenido
del cesto y hablan con la afortunada pareja con comentarios tan absurdos y
carentes de importancia como la suerte que tienen al no tener compañera de
habitación además de otros que no vienen al caso. La felicidad, en todas sus
variantes, nos empuja a decir tonterías sin que, excepto honrosas excepciones,
seamos tontos.
Mientras tanto,
un niño exige ver a la recién nacida y atropelladamente se agarra a las piernas
de quienes la observan para que se la muestren. Al fin, un hombre,
probablemente su padre, le eleva para que se asome a la cuna y él, al verla
grita lo que todos han estado pensando pero nadie se ha atrevido a decir, bien
sea por educación o vergüenza. Su padre lo deja inmediatamente en el suelo con
un gesto de reprobación y en ese momento el niño sabe que no debería de haber
dicho nada. Digamos que esa fue una de las primeras lecciones que aprendió en
la vida; y es que en un mundo en el que reinan la superficialidad y las
apariencias no se puede ser sincero.
Pues bien, ese
bebé es la chica a la que me refería en la primera frase, la cual llora
destrozada ahora en su habitación. Pero, ¿Cómo ha llegado a esta situación?
Se podría decir
que la culpa es de los padres. No por concebirla, sino por la educación que le
implantaron, haciéndole creer que para amar a los demás primero has de amarte a
ti mismo. Pero al fin y al cabo, ¿Cómo educar a una niña así para que afronte
la vida con una sonrisa? Ser como ella era, a día de hoy, dificulta mucho la
vida y sus padres eso lo sabían. Ellos lo hicieron lo mejor que pudieron. Pocas
cosas en la vida vienen con un manual de instrucciones.
Los seres
humanos tenemos nuestra forma de ser instintiva dividida en varias capas. La
exterior, la más delgada y frágil, es la de la generosidad y la bondad. Y la
más profunda y dura, prácticamente irrompible, es la del egoísmo. Continuamente
nos comportamos como si representásemos esa forma musical que es parte de la
ópera, el Aria, en la que la temática es el egocentrismo y que tiene como
finalidad el lucimiento del cantante. Esto nos lleva a límites que consideramos
inhumanos pero que son características esenciales de nuestra especie. Somos
tremendamente crueles y disfrutamos siéndolo.
Esta chica en
concreto fue objeto de una broma que acabó con el amor que sentía por sí misma,
que acabó con su autoestima. Que acabó con ella.
Todo empezó
cuando llegó un día a clase y se encontro una hoja de papel cuidadosamente
doblada, como si de una carta se tratase, en su mesa. En el dorso ponía su
nombre, y tras doblarla se podía leer un largo mensaje en el que el chico más
atractivo del colegio la citaba a la salida declarándole sentimientos hacia
ella que nunca habría imaginado. Decir que la alegría la inundó sería quedarse
muy corto. Corrió a contárselo a sus dos amigas más intimas, las cuales
desconfiaron pero no dijeron nada. ¿Cómo podrían ser las culpables de borrar
esa amplia sonrisa?
Pues bien, a la
hora en la que acabaron las clases ella fue hacia el lugar acordado, un
descampado que está justo al lado de la pared que pone fin al territorio del
instituto, esperando encontrarse una situación idílica tal y como la llevaba
imaginando horas. Él, quizás con un ramo de flores, esperándola para decirle
que quería ser su novio.
Si hay algo que
duela más que la desilusión es que junto a ella venga la vergüenza, el sentirse
el hazmerreír de un grupo de personas. Eso suponiendo que se le pueda llamar
así al grupo de chicos y chicas "populares" y "guais" que
escribieron la nota y la esperaron para reírse de ella insultándola, gritándole
lo fea que era tal y como hizo el niño pequeño cuando la vio en la cuna. La
principal diferencia fue que él se arrepintió, y ellos nunca lo harán, sino que
se jactaran de su "inteligencia" y de la "estupidez" de
ella.
Ella no les
había hecho nada. No les había atacado ni había hecho nada que les perjudicase
de algún modo, excepto existir. Y es que según ellos, no se merece respirar con
una cara tan fea.
Yo, el frío
narrador de esta historia, tengo una filosofía regida por cuatro pautas
principales. Estas "inteligentes" "personas" incumplen
todas. La primera: No digas nada de lo que puedas arrepentirte. Eso siendo
optimistas y pensando que esa pandilla de gilipollas pueda sentir algo parecido
a los remordimientos. La segunda: Nunca hagas nunca de lo que te puedas avergonzar
en el caso de que alguien como tu hermana o tu madre se enteren. Con esto lo
que quiero decir es, ¿Tu madre o tu hermana estarían orgullosas de lo que has
hecho? Y ya no solo orgullosas, ¿Sentirían vergüenza ajena? La tercera: No
hagas daño sabiendo que estás haciendo daño. Eso demuestra que no tienes
corazón. Y la cuarta:
Una broma no
tiene gracia si humilla.
Alejandro
Berraquero, a 6 de Abril de 2014 en hastaquesecolapselainspiracion.blogspot.com
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