domingo, 6 de abril de 2014

Aria



 Por Alejandro Berraquero
Su único delito fue creerse lo que le dijeron sus progenitores, lo que cualquier persona le diría a su hija en una situación así.
Pero remontémonos al principio. En una habitación de hospital, una familia rebosa felicidad junto a la hija, la sobrina, la hermana, la nuera, la cuñada -distintos conceptos que definen a una misma persona- y su marido, que acaban de ser padres. Pero ellos no son el centro de atención, sino una pequeña cuna situada a la derecha de la cama de la madre junto a la que se agolpan familiares y amigos para ver a la retoño.
La sala está repleta de regalos. Todo tipo de peluches, ropa en miniatura del color rosa característico de las niñas e incluso dos carritos de bebé prácticamente idénticos de dos parientes que no se habían puesto de acuerdo y habían acabado regalando lo mismo se almacenan en sillas o esquinas. Las sillas libres están ocupadas por un par de personas que ya han observado lo suficiente el contenido del cesto y hablan con la afortunada pareja con comentarios tan absurdos y carentes de importancia como la suerte que tienen al no tener compañera de habitación además de otros que no vienen al caso. La felicidad, en todas sus variantes, nos empuja a decir tonterías sin que, excepto honrosas excepciones, seamos tontos.
Mientras tanto, un niño exige ver a la recién nacida y atropelladamente se agarra a las piernas de quienes la observan para que se la muestren. Al fin, un hombre, probablemente su padre, le eleva para que se asome a la cuna y él, al verla grita lo que todos han estado pensando pero nadie se ha atrevido a decir, bien sea por educación o vergüenza. Su padre lo deja inmediatamente en el suelo con un gesto de reprobación y en ese momento el niño sabe que no debería de haber dicho nada. Digamos que esa fue una de las primeras lecciones que aprendió en la vida; y es que en un mundo en el que reinan la superficialidad y las apariencias no se puede ser sincero.
Pues bien, ese bebé es la chica a la que me refería en la primera frase, la cual llora destrozada ahora en su habitación. Pero, ¿Cómo ha llegado a esta situación?
Se podría decir que la culpa es de los padres. No por concebirla, sino por la educación que le implantaron, haciéndole creer que para amar a los demás primero has de amarte a ti mismo. Pero al fin y al cabo, ¿Cómo educar a una niña así para que afronte la vida con una sonrisa? Ser como ella era, a día de hoy, dificulta mucho la vida y sus padres eso lo sabían. Ellos lo hicieron lo mejor que pudieron. Pocas cosas en la vida vienen con un manual de instrucciones.
Los seres humanos tenemos nuestra forma de ser instintiva dividida en varias capas. La exterior, la más delgada y frágil, es la de la generosidad y la bondad. Y la más profunda y dura, prácticamente irrompible, es la del egoísmo. Continuamente nos comportamos como si representásemos esa forma musical que es parte de la ópera, el Aria, en la que la temática es el egocentrismo y que tiene como finalidad el lucimiento del cantante. Esto nos lleva a límites que consideramos inhumanos pero que son características esenciales de nuestra especie. Somos tremendamente crueles y disfrutamos siéndolo.
Esta chica en concreto fue objeto de una broma que acabó con el amor que sentía por sí misma, que acabó con su autoestima. Que acabó con ella.
Todo empezó cuando llegó un día a clase y se encontro una hoja de papel cuidadosamente doblada, como si de una carta se tratase, en su mesa. En el dorso ponía su nombre, y tras doblarla se podía leer un largo mensaje en el que el chico más atractivo del colegio la citaba a la salida declarándole sentimientos hacia ella que nunca habría imaginado. Decir que la alegría la inundó sería quedarse muy corto. Corrió a contárselo a sus dos amigas más intimas, las cuales desconfiaron pero no dijeron nada. ¿Cómo podrían ser las culpables de borrar esa amplia sonrisa?
Pues bien, a la hora en la que acabaron las clases ella fue hacia el lugar acordado, un descampado que está justo al lado de la pared que pone fin al territorio del instituto, esperando encontrarse una situación idílica tal y como la llevaba imaginando horas. Él, quizás con un ramo de flores, esperándola para decirle que quería ser su novio.
Si hay algo que duela más que la desilusión es que junto a ella venga la vergüenza, el sentirse el hazmerreír de un grupo de personas. Eso suponiendo que se le pueda llamar así al grupo de chicos y chicas "populares" y "guais" que escribieron la nota y la esperaron para reírse de ella insultándola, gritándole lo fea que era tal y como hizo el niño pequeño cuando la vio en la cuna. La principal diferencia fue que él se arrepintió, y ellos nunca lo harán, sino que se jactaran de su "inteligencia" y de la "estupidez" de ella.
Ella no les había hecho nada. No les había atacado ni había hecho nada que les perjudicase de algún modo, excepto existir. Y es que según ellos, no se merece respirar con una cara tan fea.
Yo, el frío narrador de esta historia, tengo una filosofía regida por cuatro pautas principales. Estas "inteligentes" "personas" incumplen todas. La primera: No digas nada de lo que puedas arrepentirte. Eso siendo optimistas y pensando que esa pandilla de gilipollas pueda sentir algo parecido a los remordimientos. La segunda: Nunca hagas nunca de lo que te puedas avergonzar en el caso de que alguien como tu hermana o tu madre se enteren. Con esto lo que quiero decir es, ¿Tu madre o tu hermana estarían orgullosas de lo que has hecho? Y ya no solo orgullosas, ¿Sentirían vergüenza ajena? La tercera: No hagas daño sabiendo que estás haciendo daño. Eso demuestra que no tienes corazón. Y la cuarta:
Una broma no tiene gracia si humilla.
Alejandro Berraquero, a 6 de Abril de 2014 en hastaquesecolapselainspiracion.blogspot.com

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