domingo, 4 de mayo de 2014

Cómo lo llaman



Cómo lo llaman
En un andén de una estación como otra cualquiera, un hombre espera su turno para subir al tren.
No llueve, pero las nubes amenazan con volver a salpicar el suelo. Nuestro hombre, paraguas en mano, espera pacientemente su turno para subir al tercer vagón. Viste una gabardina muy común para la estación del año en la que se encuentra. Sin ir más lejos, en la misma cola en la que él está hay otro individuo que la viste del mismo color castaño.
Nuestro hombre, de pelo más bien canoso y fracciones ligeramente envejecidas, esconde su mirada tras unas gafas de sol que le protegen de una luz inexistente. Lo que observa tras ellas nadie lo sabe. Su mano libre permanece oculta en un bolsillo y su boca empieza a silbar una triste melodía. No lo dice, pero su mujer se fugó con la hija que tienen en común hace unas semanas y coge ese tren para escapar de los recuerdos que impregnan su vivienda.
Una vez dentro del vehículo, se sienta y siempre escudado tras las lentes oscuras, mira a quienes toman asiento cerca de él.
Enfrente hay una pareja de ancianos que se besan apasionadamente. Pocas estampas hay más bonitas que la de dos personas que a pesar de haber pasado toda su vida juntos siguen queriéndose. Ésta sería igual de hermosa si no fuese porque esconde otra realidad bajo la apariencia. Ambos tienen una maleta junto a sus pies y ninguna alianza en sus manos. No lo dicen, pero han abandonado a sus respectivos cónyuges en la tediosa vida de rutina que compartían con ellos y se han fugado, como dos amantes adolescentes, en busca de la aventura de sus vidas. Ninguno de los dos ha visto aun el mar y esperan verlo juntos. Lo que ninguno sabe es que antes de que llegue ese momento uno fallecerá, dejando al otro solo cargando con dos maletas. El karma, lo llaman.
Girando un poco la cabeza nuestro hombre puede ver a una mujer de unos cuarenta años a la que respirar, por lo que parece, no le sienta demasiado bien. Tiene unas ojeras muy desgastadas y de su cuello no cuelga ninguna joya. ¿Casada? Por más que lo ha intentado, no. Incluso llegó a desgarrar el preservativo de un chico con el que compartió una noche para atarlo a sí misma de por vida con la excusa de un bebé. No solo no le salió bien, sino que encima tuvo que abortar y pagar una indemnización al que nunca llegó a ser padre. Ahora su piel no es capaz de recordar cómo es la caricia de un hombre. Melancolía, lo llaman.
Sentado junto a nuestro hombre hay un niño de la mano de su padre. El niño lo desconoce, pero la persona a la que él llama papá tiene en su poder las carteras de las dos cuartas partes del pasaje. Nadie se ha dado cuenta pero él, como un prestidigitador, ha ido vaciando los bolsos, los bolsillos y demás etcéteras de aquellos que ha encontrado a su paso. Es lo que las autoridades y la ciudadanía de a pie tienden a llamar carterista. Viaja en ese tranvía para escapar de la justicia, lo que no sabe es que para una de las pocas cosas para las que queda justicia en el mundo es para apresar a ladronzuelos que roban para dar de comer a sus hijos, por lo que un grupo de policías le estarán esperando en su destino mientras políticos y otros de su especie roban millones de euros por amor al arte y nadie hace nada. Injusticia, lo llaman.
Ahora mira para el otro lado y ve a alguien que por un momento confunde con aquel otro hombre que vestía una gabardina como la suya. Lo primero en lo que repara de él son las gafas de sol que lleva puestas a pesar de que hay poca claridad. Lo que él sí sabe, dado que se trata de él mismo, es que en la mano que esconde en el bolsillo guarda un detonador que activa la bomba que lleva atada al cuerpo. No lo dice, pero va a volar el tren por los aires porque no tiene nada que perder. Se iba a suicidar de todos modos cuando representantes de su religión, de la cual no sé el nombre, le ofrecieron hacer un último esfuerzo por sus hermanos y ocupar su lugar en el reino de Dios. Ya no tenía ni mujer, ni hija, ni, si vamos al caso, vida. Así que… ¿Por qué no?
Lo último que pensó antes de apretar el botón que encendía los fuegos artificiales fue que lo sentía mucho por aquellas personas que compartían vagón con él y que no tenían culpa de nada, pero que Dios les sabría recompensar, tanto a ellos como a él.
Eso… eso no sé cómo lo llaman.
Alejandro Berraquero, a 27 de Abril de 2014 en hastaquesecolapselainspiracion.blogspot.com

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