Cómo
lo llaman
En
un andén de una estación como otra cualquiera, un hombre espera su turno para
subir al tren.
No
llueve, pero las nubes amenazan con volver a salpicar el suelo. Nuestro hombre,
paraguas en mano, espera pacientemente su turno para subir al tercer vagón.
Viste una gabardina muy común para la estación del año en la que se encuentra.
Sin ir más lejos, en la misma cola en la que él está hay otro individuo que la
viste del mismo color castaño.
Nuestro
hombre, de pelo más bien canoso y fracciones ligeramente envejecidas, esconde su
mirada tras unas gafas de sol que le protegen de una luz inexistente. Lo que
observa tras ellas nadie lo sabe. Su mano libre permanece oculta en un bolsillo
y su boca empieza a silbar una triste melodía. No lo dice, pero su mujer se
fugó con la hija que tienen en común hace unas semanas y coge ese tren para
escapar de los recuerdos que impregnan su vivienda.
Una
vez dentro del vehículo, se sienta y siempre escudado tras las lentes oscuras,
mira a quienes toman asiento cerca de él.
Enfrente
hay una pareja de ancianos que se besan apasionadamente. Pocas estampas hay más
bonitas que la de dos personas que a pesar de haber pasado toda su vida juntos
siguen queriéndose. Ésta sería igual de hermosa si no fuese porque esconde otra
realidad bajo la apariencia. Ambos tienen una maleta junto a sus pies y ninguna
alianza en sus manos. No lo dicen, pero han abandonado a sus respectivos
cónyuges en la tediosa vida de rutina que compartían con ellos y se han fugado,
como dos amantes adolescentes, en busca de la aventura de sus vidas. Ninguno de
los dos ha visto aun el mar y esperan verlo juntos. Lo que ninguno sabe es que
antes de que llegue ese momento uno fallecerá, dejando al otro solo cargando
con dos maletas. El karma, lo llaman.
Girando
un poco la cabeza nuestro hombre puede ver a una mujer de unos cuarenta años a
la que respirar, por lo que parece, no le sienta demasiado bien. Tiene unas
ojeras muy desgastadas y de su cuello no cuelga ninguna joya. ¿Casada? Por más
que lo ha intentado, no. Incluso llegó a desgarrar el preservativo de un chico
con el que compartió una noche para atarlo a sí misma de por vida con la excusa
de un bebé. No solo no le salió bien, sino que encima tuvo que abortar y pagar
una indemnización al que nunca llegó a ser padre. Ahora su piel no es capaz de
recordar cómo es la caricia de un hombre. Melancolía, lo llaman.
Sentado
junto a nuestro hombre hay un niño de la mano de su padre. El niño lo desconoce,
pero la persona a la que él llama papá tiene en su poder las carteras de las
dos cuartas partes del pasaje. Nadie se ha dado cuenta pero él, como un
prestidigitador, ha ido vaciando los bolsos, los bolsillos y demás etcéteras de
aquellos que ha encontrado a su paso. Es lo que las autoridades y la ciudadanía
de a pie tienden a llamar carterista. Viaja en ese tranvía para escapar de la
justicia, lo que no sabe es que para una de las pocas cosas para las que queda
justicia en el mundo es para apresar a ladronzuelos que roban para dar de comer
a sus hijos, por lo que un grupo de policías le estarán esperando en su destino
mientras políticos y otros de su especie roban millones de euros por amor al
arte y nadie hace nada. Injusticia, lo llaman.
Ahora
mira para el otro lado y ve a alguien que por un momento confunde con aquel
otro hombre que vestía una gabardina como la suya. Lo primero en lo que repara
de él son las gafas de sol que lleva puestas a pesar de que hay poca claridad.
Lo que él sí sabe, dado que se trata de él mismo, es que en la mano que esconde
en el bolsillo guarda un detonador que activa la bomba que lleva atada al
cuerpo. No lo dice, pero va a volar el tren por los aires porque no tiene nada
que perder. Se iba a suicidar de todos modos cuando representantes de su
religión, de la cual no sé el nombre, le ofrecieron hacer un último esfuerzo
por sus hermanos y ocupar su lugar en el reino de Dios. Ya no tenía ni mujer,
ni hija, ni, si vamos al caso, vida. Así que… ¿Por qué no?
Lo
último que pensó antes de apretar el botón que encendía los fuegos artificiales
fue que lo sentía mucho por aquellas personas que compartían vagón con él y que
no tenían culpa de nada, pero que Dios les sabría recompensar, tanto a ellos
como a él.
Eso…
eso no sé cómo lo llaman.
Alejandro
Berraquero, a 27 de Abril de 2014 en
hastaquesecolapselainspiracion.blogspot.com
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