domingo, 19 de octubre de 2014

Ruleta Rusa (Trilogía del Psicópata 1)



-Amanda, tienes que venir enseguida. Calle Juan de Torres, date prisa.
Y colgó. Alcé la mirada y al otro lado de la mesa seguía Eduardo, hablando con el camarero para pedir la carta. Hoy era nuestra reconciliación, nuestra primera cita romántica en semanas... y otra vez el trabajo me impedía disfrutar de la noche.
-Eduardo, yo...
Y él adivinó por mi mirada que tenía que irme. Otra vez. Y yo vi en la suya que le había decepcionado. Otra vez.
No se ofreció a llevarme ni yo esperé que lo hiciera. Cogí mi bolso y mi abrigo y, ya en la calle, alcé la mano para parar un taxi. Y pensé, ¿Por qué la gente decide suicidarse siempre cuando yo intento tener una vida?
***
He forzado la puerta. No ha sido difícil, ya que las cerraduras de las azoteas no suelen ser de alta seguridad. Y un edificio en el centro de la ciudad, como lo es éste, bastante antiguo, no es impenetrable. Sólo con decirle a la vecina del primero a través del telefonillo que soy el inquilino del noveno derecha y que se me han olvidado las llaves, las puertas se han abierto sin ponerme ninguna pega.
Y aquí estoy ahora, mirando al vacío, observando cómo los policías acordonan la zona y la gente mira sorprendida hacia arriba, hacia el loco suicida que se va a quitar la vida saltando desde la azotea de un edificio de diez pisos.
Miro como me miran sorprendidos.
***
Odio a los suicidas, pero les entiendo. Sé cuál es esa sensación indescriptible de pena cuando no tienes ningún motivo de levantarte por la mañana. Pero lo que no comprendo es su cobardía, su negatividad ante cualquier aspecto de la vida y su falta de intención de poner fin a ese estado.
La depresión es una enfermedad, aunque eso mucha gente lo ignore o se lo tome a broma. Una enfermedad que no te quita la vida pero sí las ganas de vivir. Una enfermedad psicológica que te mata por dentro. Que hace que la existencia sea insufrible. La salida es el suicidio: Tomarse un bote de pastillas, ahorcarse o tirarse de un edificio.
Cuando mi padre se suicidó yo tenía tan solo doce años. Desde entonces supe lo que quería ser. Quería ser esa mujer que convenciese a esas personas que sienten que su vida es una mierda para que se diesen a sí mismos una segunda oportunidad, o una tercera, o una cuarta. Las que hiciesen falta, porque cuando mi padre se tiró desde un edificio ahogado por las deudas y la pena nadie le recordó que tenía una hija y una esposa a las que cuidar. Nadie.
Soy la única especializada en este trabajo en mi ciudad y la mejor. ¿Sabes cuántos suicidas hay en mi localidad cada año? Más de los que me gustaría admitir. Por suerte, no todos los que lo intentan lo consiguen.
Y es que la vida no es justa y todo tiene un límite. Las ganas de luchar, también.
-Ponme al día, Pablo- saludé al inspector de policía.
Pablo era el típico policía que se creía mejor que el resto, que piensa que simplemente su grado de responsabilidad le otorgaba un atractivo irresistible.
Y también creía que su humor era digno de aparecer en los mejores programas cómicos del país.
Huelga decir que se equivocaba en gran parte de su forma de verse a sí mismo.
Me miró de arriba a abajo, deteniéndose en las zonas de mi vestido que consideró más interesantes, y con un guiño pícaro en sus ojos me preguntó, refiriéndose al momento de la cena en la que su llamada me había interrumpido:
-¿En el postre?
Le devolví un sentimiento de asco e indiferencia y obvié su pregunta mientras nos acercábamos a un edificio acordonado por la policía y por un grupo cada vez más numeroso de curiosos que señalaban a la figura que amenazaba con precipitarse al vacío:
-¿Cuánto lleva ahí arriba?
-Unas vecinas le vieron hará una media hora y llamaron. Todo se ha hecho según tu procedimiento: Nadie ha subido ni le ha dicho absolutamente nada para no ponerlo nervioso.
Entramos en el edificio y Pablo confirmó mis sospechas:
-Mal día para llevar tacones, Amanda. Es el décimo piso y no hay ascensor.
Me descalcé y comencé a subir peldaño a peldaño, dejando a Pablo atrás y sintiendo la frialdad de los escalones cada vez que posaba el pie en ellos.
Hacía tiempo que una subida no se me hacía tan larga. Lo que yo no sabía es que ninguna se me haría tan larga como aquella.
***
Es una mujer la que acaba de cerrar la puerta intentando no hacer ruido, para no ponerme nervioso.
¿Que cómo sé que es una mujer?
Detalles. Para empezar al andar no hace el ruido característico de los zapatos normales, tampoco del de los tacones. Va descalza. Y ¿Quién va a subir diez pisos descalzo si no es una mujer joven que iba a disfrutar de la velada cuando una llamada del trabajo la ha interrumpido?
¿Que cómo sé que trabaja para la policía y que es joven?
El edificio está acordonado, nadie podría subir si no se lo permitiesen expresamente. Y es joven porque su colonia me llega perfectamente sin camuflar el sudor. Son diez pisos, una mujer ligeramente más mayor de los cuarenta años con su delgadez sudaría mares para llegar hasta aquí.
¿Lo de delgada? Hace falta tener un buen físico para subir sin perder el aliento tantas plantas, y ella ni siquiera ha resoplado.
De todas maneras, sé de sobra quién es. Para algo la he investigado.
Y sin darme la vuelta, me dirijo a ella:
-Es una mala noche para trabajar, Amanda...
***
Cuando se dio la vuelta vi el revólver que tenía en la mano y vi adónde apuntaba. Vi su cañón y mi cabeza. Me vi a mí misma en mis recuerdos, como si esa típica escena de película en la que pasa tu propia vida por tus ojos antes de morir fuese cierta.
Tendría ¿Cuánto? ¿Cincuenta años? Pelo canoso, antiguamente moreno, con la tez clara y los ojos azules.
Pero tenía tanto miedo que apenas me fijé en su aspecto. La pistola tenía todo el protagonismo de la escena.
Que te apunten a la cabeza amenazando con hacer que una bala surque tu cerebro no produce una sensación precisamente agradable por lo que un mareo empezó a apoderarse de mi mente. Sin embargo, los nervios me mantuvieron consciente.
-Tranquilo, estoy aquí para ayudarte.
Eso fue lo que intenté decir. Pero en realidad sonó un hilo casi imperceptible de voz proveniente de mi boca seguido de un carraspeo proveniente de su garganta, que interrumpió mi vano intento de tomar el control de la situación.
-No te esfuerces en expresarte. No hace falta. -dijo, y continuó- Hoy vamos a jugar a un juego. El mejor juego al que hayas jugado nunca, porque nos jugamos tu vida. ¿Estás lista?
Ese fue el momento en el que me di cuenta de que el hombre que tenía delante estaba loco. Como una cabra. Y el problema de los animales es que son impredecibles. Más aún si tienen un arma en la mano.
***
Lo mejor ha sido la cara que se le ha quedado. Lo admito, no he podido evitar reírme por dentro. Reírme de una asesina a punto de ser asesinada.
-¿Qué tal, preciosa? Me presento, quien cree que me conoce me llama Juez, pero tú deberías apodarme como tu peor pesadilla. Y es que hoy hay un porcentaje elevado de que mueras a causa de que yo apriete el gatillo.
"Mientras estás ahí mirándome enmudecida, y antes de que te eches a llorar, te voy a explicar por qué te voy a matar. Amanda Solís Peña, hoy vas a pagar las consecuencias de haber matado a María Gómez López el 15 de Noviembre de hace cinco años cuando, mientras ella estaba en la azotea del número 4 de la Guadalete dispuesta a suicidarse, en lugar de cumplir tu trabajo, la empujaste provocando que se precipitase al vacío, y por lo tanto, su muerte."
Cuando he dejado de decir la verdad, su cara ha sido un poema. Y el silencio que nos ha abrazado, la mejor de las melodías.
***
¿Sabes cuál es esa sensación en la que el mundo se te viene encima? ¿Qué sí? ¿Alguna vez un psicópata te ha apuntado diciendo que va a hacer justicia, llamándote por tu nombre y encima sabiendo algo que nadie debería de saber?
Yo creo que no.
No conozco al que inventó la definición de miedo, pero seguramente sentiría algo parecido a lo que estoy sintiendo yo. Oigo mi propio corazón palpitar desbocado, como queriendo aprovechar los últimos minutos que le quedan latiendo todo lo que no va a latir. Veo como mi respiración se acelera, intentando llenar los pulmones de todo el oxígeno que no va a recibir. Noto como una perla de sudor baja por mi frente.
Y ojalá fuese fruto de haber subido las escaleras.
Él, como si disfrutase de la situación, empezó a juguetear con el cilindro que contenía las balas de su revólver.
-No voy a discutir si lo hiciste o no. Tampoco te voy a explicar cómo lo sé. Simplemente lo sé, y no hay más vueltas.
“Como te dije antes, vamos a jugar a un juego. ¿Sabes lo que es la ruleta rusa? No respondas, no hace falta. Verás, soy de esos que piensan que la vida es consecuencia de la suerte y de las acciones. No creo en el destino ni en esas pamplinas de que todo lo que tiene que pasar ya está escrito. ¿Tú crees en el destino?”
¿Pero qué demonios está hablando? ¡Está loco! Joder, está loco y me va a matar.
No puedo pensar otra cosa y sus palabras rebotan confusas en mi cabeza. ¿Ruleta rusa? Sé lo que es la ruleta rusa. Es una especie de tortura realizada en la guerra en la que se rellenaba la mitad del cargador de revolver, se daba vueltas al cilindro que contiene las balas y se le da al prisionero. Éste debe apuntarse a la cabeza y apretar el gatillo. Puede que tenga suerte y el cartucho que percute el martillo del arma esté vacío o puede que tensar su dedo sea lo último que haga.
-¡Que respondas, coño!
El grito me ha puesto aún más nerviosa. Como hablar me cuesta demasiado, niego con la cabeza.
-Así que no crees en el destino… Qué interesante. Entonces imagino que creerás que todo lo que sucede es el resultado de nuestras decisiones y acciones.
Esta vez, sabiendo que quería que respondiese rápido, asentí inmediatamente.
-Pues bien, veamos si tienes razón.
Quitó el seguro del revólver y cerró un ojo para apuntar mejor.
-Pium.
Parecía algo cómico, pero sin embargo no lo era. Tras pronunciar la onomatopeya propia del disparo, apretó el gatillo.
Pero no sucedió nada.
Me miré el cuerpo de arriba abajo, palpándome, comprobando que efectivamente ninguna bala me había perforado la piel. Comencé a llorar, consciente de que había salvado mi vida, de que había ganado la partida.
Él miraba consternado el arma, con pena, como el que mira a alguien que le ha decepcionado.
-Bueno, supongo que ciertas cosas no deben dejarse en manos de la suerte.
Y eso fue lo último que oí antes de que disparase cinco veces más, vaciando el cargador y tres balas en mi pecho.
Todo sucedió tan rápido que cuando morí aún seguía creyendo que me había salvado.
Por Alejandro Berraquero a 19 de Octubre de 2014 en hastaquesecolapselainspiracion.blospot.com

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