-Amanda,
tienes que venir enseguida. Calle Juan de Torres, date prisa.
Y
colgó. Alcé la mirada y al otro lado de la mesa seguía Eduardo, hablando con el
camarero para pedir la carta. Hoy era nuestra reconciliación, nuestra primera
cita romántica en semanas... y otra vez el trabajo me impedía disfrutar de la
noche.
-Eduardo,
yo...
Y
él adivinó por mi mirada que tenía que irme. Otra vez. Y yo vi en la suya que
le había decepcionado. Otra vez.
No
se ofreció a llevarme ni yo esperé que lo hiciera. Cogí mi bolso y mi abrigo y,
ya en la calle, alcé la mano para parar un taxi. Y pensé, ¿Por qué la gente
decide suicidarse siempre cuando yo intento tener una vida?
***
He
forzado la puerta. No ha sido difícil, ya que las cerraduras de las azoteas no
suelen ser de alta seguridad. Y un edificio en el centro de la ciudad, como lo
es éste, bastante antiguo, no es impenetrable. Sólo con decirle a la vecina del
primero a través del telefonillo que soy el inquilino del noveno derecha y que
se me han olvidado las llaves, las puertas se han abierto sin ponerme ninguna
pega.
Y
aquí estoy ahora, mirando al vacío, observando cómo los policías acordonan la
zona y la gente mira sorprendida hacia arriba, hacia el loco suicida que se va
a quitar la vida saltando desde la azotea de un edificio de diez pisos.
Miro
como me miran sorprendidos.
***
Odio
a los suicidas, pero les entiendo. Sé cuál es esa sensación indescriptible de
pena cuando no tienes ningún motivo de levantarte por la mañana. Pero lo que no
comprendo es su cobardía, su negatividad ante cualquier aspecto de la vida y su
falta de intención de poner fin a ese estado.
La
depresión es una enfermedad, aunque eso mucha gente lo ignore o se lo tome a
broma. Una enfermedad que no te quita la vida pero sí las ganas de vivir. Una
enfermedad psicológica que te mata por dentro. Que hace que la existencia sea
insufrible. La salida es el suicidio: Tomarse un bote de pastillas, ahorcarse o
tirarse de un edificio.
Cuando
mi padre se suicidó yo tenía tan solo doce años. Desde entonces supe lo que
quería ser. Quería ser esa mujer que convenciese a esas personas que sienten
que su vida es una mierda para que se diesen a sí mismos una segunda
oportunidad, o una tercera, o una cuarta. Las que hiciesen falta, porque cuando
mi padre se tiró desde un edificio ahogado por las deudas y la pena nadie le
recordó que tenía una hija y una esposa a las que cuidar. Nadie.
Soy
la única especializada en este trabajo en mi ciudad y la mejor. ¿Sabes cuántos
suicidas hay en mi localidad cada año? Más de los que me gustaría admitir. Por
suerte, no todos los que lo intentan lo consiguen.
Y
es que la vida no es justa y todo tiene un límite. Las ganas de luchar,
también.
-Ponme
al día, Pablo- saludé al inspector de policía.
Pablo
era el típico policía que se creía mejor que el resto, que piensa que
simplemente su grado de responsabilidad le otorgaba un atractivo irresistible.
Y
también creía que su humor era digno de aparecer en los mejores programas
cómicos del país.
Huelga
decir que se equivocaba en gran parte de su forma de verse a sí mismo.
Me
miró de arriba a abajo, deteniéndose en las zonas de mi vestido que consideró
más interesantes, y con un guiño pícaro en sus ojos me preguntó, refiriéndose
al momento de la cena en la que su llamada me había interrumpido:
-¿En
el postre?
Le
devolví un sentimiento de asco e indiferencia y obvié su pregunta mientras nos
acercábamos a un edificio acordonado por la policía y por un grupo cada vez más
numeroso de curiosos que señalaban a la figura que amenazaba con precipitarse
al vacío:
-¿Cuánto
lleva ahí arriba?
-Unas
vecinas le vieron hará una media hora y llamaron. Todo se ha hecho según tu
procedimiento: Nadie ha subido ni le ha dicho absolutamente nada para no
ponerlo nervioso.
Entramos
en el edificio y Pablo confirmó mis sospechas:
-Mal
día para llevar tacones, Amanda. Es el décimo piso y no hay ascensor.
Me
descalcé y comencé a subir peldaño a peldaño, dejando a Pablo atrás y sintiendo
la frialdad de los escalones cada vez que posaba el pie en ellos.
Hacía
tiempo que una subida no se me hacía tan larga. Lo que yo no sabía es que
ninguna se me haría tan larga como aquella.
***
Es
una mujer la que acaba de cerrar la puerta intentando no hacer ruido, para no
ponerme nervioso.
¿Que
cómo sé que es una mujer?
Detalles.
Para empezar al andar no hace el ruido característico de los zapatos normales,
tampoco del de los tacones. Va descalza. Y ¿Quién va a subir diez pisos
descalzo si no es una mujer joven que iba a disfrutar de la velada cuando una
llamada del trabajo la ha interrumpido?
¿Que
cómo sé que trabaja para la policía y que es joven?
El
edificio está acordonado, nadie podría subir si no se lo permitiesen
expresamente. Y es joven porque su colonia me llega perfectamente sin camuflar
el sudor. Son diez pisos, una mujer ligeramente más mayor de los cuarenta años
con su delgadez sudaría mares para llegar hasta aquí.
¿Lo
de delgada? Hace falta tener un buen físico para subir sin perder el aliento
tantas plantas, y ella ni siquiera ha resoplado.
De
todas maneras, sé de sobra quién es. Para algo la he investigado.
Y
sin darme la vuelta, me dirijo a ella:
-Es
una mala noche para trabajar, Amanda...
***
Cuando
se dio la vuelta vi el revólver que tenía en la mano y vi adónde apuntaba. Vi su
cañón y mi cabeza. Me vi a mí misma en mis recuerdos, como si esa típica escena
de película en la que pasa tu propia vida por tus ojos antes de morir fuese
cierta.
Tendría
¿Cuánto? ¿Cincuenta años? Pelo canoso, antiguamente moreno, con la tez clara y
los ojos azules.
Pero
tenía tanto miedo que apenas me fijé en su aspecto. La pistola tenía todo el
protagonismo de la escena.
Que
te apunten a la cabeza amenazando con hacer que una bala surque tu cerebro no
produce una sensación precisamente agradable por lo que un mareo empezó a
apoderarse de mi mente. Sin embargo, los nervios me mantuvieron consciente.
-Tranquilo,
estoy aquí para ayudarte.
Eso
fue lo que intenté decir. Pero en realidad sonó un hilo casi imperceptible de
voz proveniente de mi boca seguido de un carraspeo proveniente de su garganta,
que interrumpió mi vano intento de tomar el control de la situación.
-No
te esfuerces en expresarte. No hace falta. -dijo, y continuó- Hoy vamos a jugar
a un juego. El mejor juego al que hayas jugado nunca, porque nos jugamos tu
vida. ¿Estás lista?
Ese
fue el momento en el que me di cuenta de que el hombre que tenía delante estaba
loco. Como una cabra. Y el problema de los animales es que son impredecibles.
Más aún si tienen un arma en la mano.
***
Lo
mejor ha sido la cara que se le ha quedado. Lo admito, no he podido evitar
reírme por dentro. Reírme de una asesina a punto de ser asesinada.
-¿Qué
tal, preciosa? Me presento, quien cree que me conoce me llama Juez, pero tú
deberías apodarme como tu peor pesadilla. Y es que hoy hay un porcentaje
elevado de que mueras a causa de que yo apriete el gatillo.
"Mientras
estás ahí mirándome enmudecida, y antes de que te eches a llorar, te voy a
explicar por qué te voy a matar. Amanda Solís Peña, hoy vas a pagar las
consecuencias de haber matado a María Gómez López el 15 de Noviembre de hace
cinco años cuando, mientras ella estaba en la azotea del número 4 de la Guadalete
dispuesta a suicidarse, en lugar de cumplir tu trabajo, la empujaste provocando
que se precipitase al vacío, y por lo tanto, su muerte."
Cuando
he dejado de decir la verdad, su cara ha sido un poema. Y el silencio que nos
ha abrazado, la mejor de las melodías.
***
¿Sabes
cuál es esa sensación en la que el mundo se te viene encima? ¿Qué sí? ¿Alguna
vez un psicópata te ha apuntado diciendo que va a hacer justicia, llamándote
por tu nombre y encima sabiendo algo que nadie debería de saber?
Yo
creo que no.
No
conozco al que inventó la definición de miedo, pero seguramente sentiría algo
parecido a lo que estoy sintiendo yo. Oigo mi propio corazón palpitar
desbocado, como queriendo aprovechar los últimos minutos que le quedan latiendo
todo lo que no va a latir. Veo como mi respiración se acelera, intentando
llenar los pulmones de todo el oxígeno que no va a recibir. Noto como una perla
de sudor baja por mi frente.
Y
ojalá fuese fruto de haber subido las escaleras.
Él,
como si disfrutase de la situación, empezó a juguetear con el cilindro que
contenía las balas de su revólver.
-No
voy a discutir si lo hiciste o no. Tampoco te voy a explicar cómo lo sé.
Simplemente lo sé, y no hay más vueltas.
“Como
te dije antes, vamos a jugar a un juego. ¿Sabes lo que es la ruleta rusa? No
respondas, no hace falta. Verás, soy de esos que piensan que la vida es
consecuencia de la suerte y de las acciones. No creo en el destino ni en esas
pamplinas de que todo lo que tiene que pasar ya está escrito. ¿Tú crees en el
destino?”
¿Pero
qué demonios está hablando? ¡Está loco! Joder, está loco y me va a matar.
No
puedo pensar otra cosa y sus palabras rebotan confusas en mi cabeza. ¿Ruleta
rusa? Sé lo que es la ruleta rusa. Es una especie de tortura realizada en la
guerra en la que se rellenaba la mitad del cargador de revolver, se daba
vueltas al cilindro que contiene las balas y se le da al prisionero. Éste debe
apuntarse a la cabeza y apretar el gatillo. Puede que tenga suerte y el
cartucho que percute el martillo del arma esté vacío o puede que tensar su dedo
sea lo último que haga.
-¡Que
respondas, coño!
El
grito me ha puesto aún más nerviosa. Como hablar me cuesta demasiado, niego con
la cabeza.
-Así
que no crees en el destino… Qué interesante. Entonces imagino que creerás que
todo lo que sucede es el resultado de nuestras decisiones y acciones.
Esta
vez, sabiendo que quería que respondiese rápido, asentí inmediatamente.
-Pues
bien, veamos si tienes razón.
Quitó
el seguro del revólver y cerró un ojo para apuntar mejor.
-Pium.
Parecía
algo cómico, pero sin embargo no lo era. Tras pronunciar la onomatopeya propia
del disparo, apretó el gatillo.
Pero
no sucedió nada.
Me
miré el cuerpo de arriba abajo, palpándome, comprobando que efectivamente
ninguna bala me había perforado la piel. Comencé a llorar, consciente de que
había salvado mi vida, de que había ganado la partida.
Él
miraba consternado el arma, con pena, como el que mira a alguien que le ha
decepcionado.
-Bueno,
supongo que ciertas cosas no deben dejarse en manos de la suerte.
Y
eso fue lo último que oí antes de que disparase cinco veces más, vaciando el
cargador y tres balas en mi pecho.
Todo
sucedió tan rápido que cuando morí aún seguía creyendo que me había salvado.
Por
Alejandro Berraquero a 19 de Octubre de 2014 en
hastaquesecolapselainspiracion.blospot.com
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