domingo, 21 de junio de 2015

Niebla

El día que morí tenía diecisiete años.
No, no voy a decir que en un segundo pasó mi vida ante mis ojos, porque sería mentira. No me vi a mí mismo de niño jugando en la playa, que es lo primero que recuerdo, ni cómo me puse el casco estando enfadado con Irene, que es lo último. Aunque suene poco poético, lo que hice justo antes de que mi moto chocase de frente con el camión de "Bricopinturas Fernández" no fue recordar a Irene o a mi madre, sino cagarme en la puta de oro.

Fue gracioso ver cómo justo después me intentaban reanimar mientras yo les gritaba que estaba bien. Y es que tardé, como creo que es natural -natural dentro de la situación de que un muerto esté escribiendo-, bastante en asimilar que mi corazón se había detenido.De un plumazo, todas esas frases de "Carpe diem", y demás, como "Viva la vida", que la gente acostumbra a poner en sus redes sociales sin ser conscientes de qué significan, cobraron sentido que me dio, como solía decir yo, en toda la boca. Pero la putada, hablando en plata, no fue no poder seguir creciendo ni quemando etapas que hasta hace nada creía que tenía por delante, sino darme cuenta de que había muerto jodida y asquerosamente virgen.
En principio, haber fallecido me resultó bastante indiferente -excepto por la frustración sexual con la que había terminado -y no fue hasta que empecé a ver cómo mi marcha había afectado a quienes me conocían que no me dio por querer resucitar.
Irene, mi novia, demostró que al menos me quiso. Llorar, lo que es llorar, lloró, pero me enseñó que ni lo nuestro era amor para toda la vida, ni yo era lo mejor de la suya. Lejos de eso, y tras el choque inicial que fue haberme perdido, continuó su vida con normalidad, incluso sintiéndose importante cuando alguien le preguntaba por mí.
Supongo que confundió el amor con querer llamar la atención.
María y Carmen sí me echaron de menos, y eso que no eran más que mis compañeras de clase. Se sentaban detrás mía, y les fue muy duro ver mi asiento vacío hora tras hora.
Supongo que el silencio que dejé hacía más ruido que todas las palabras que les dedicaba cada día.
Mi madre nunca lo superaría. Su marido sí, y lo comprendo porque no soy sangre de su sangre. Ella no quiso mover nada de mi cuarto, ni siquiera la lata del refresco que me había bebido la noche anterior. El lugar donde yo había dormido tantas noches se convirtió en una especie de santuario, que a la vez era una condena para ella.
Supongo que se podría definir el dolor como la necesidad de vivir de los recuerdos.
Respecto a mi padre, si algo he aprendido de él es que el cielo no existe. Ni falta que hace, en realidad. No estoy en un terreno amplio lleno de sofás y hamacas donde los fallecidos son felices. No, no he visto a mi padre ni a ningún otro difunto. Yo simplemente estoy en el limbo, en el aire, formando parte de las nubes y recreando mi vida una y otra vez, cambiando en cada ocasión algo distinto. Desde que estoy aquí nunca he llorado, pero supongo que cuando lo haga caeré en forma de lluvia y me perderé entre millones de litros de otros como yo, que acaban evaporándose, mezclándose unos entre otros y bajando a ver cómo siguen las cosas por ahí abajo, vistiendo al aire de novia cuando nos enlazamos con lo que fuimos para crear la niebla. Supongo que por eso, cuando hay niebla, no podemos ver a más de dos metros.
Supongo que es porque la memoria nos ciega.

Por Alejandro Berraquero, a 21 de Junio de 2015, en www.hastaquesecolapselainspiracion.blogspot.com

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