sábado, 22 de junio de 2013

Amaneció Soleado

Nada. No queda nada.
Cuando las autoridades emitieron un comunicado sobre el suceso, la palabra error fue la más repetida. Y lamentable. Según ellos todo había sido un lamentable error con drásticas consecuencias. Pero para mí ha sido el fin.
Todo destrozado por la naturaleza. ¿Dónde está el Dios del que todos hablan cuando todo desaparece en medio de un tornado? Mi hogar. Mi hija. Mi vida.
Amaneció soleado. Eso es lo mejor de todo. Cuando las sábanas se separaron de mi cuerpo y miré por la ventana, pensé que iba a ser un buen día. Cuando desperté a mis niñas entre besos, creía que nada podía ir mal. Cuando salí al porche y respiré hondo, supuse que la existencia no era tan amarga como algunos la describen. Como otras tantas veces desde que nací, me equivocaba.
Esa tierra siempre había pertenecido a mi familia. Desde que tengo uso de razón he crecido ordeñando vacas, he ejercido de pastor, he cortado las malas hierbas, he sembrado y recogido la cosecha. Es decir, he trabajado como pocas personas han trabajado. Nadie me ha regalado nada, todo lo he conseguido por mí mismo y por mi esfuerzo. Y hoy todo mi esfuerzo está hecho añicos. Mi casa ahora sólo son escombros y mi hija...
María tenía catorce años. Una niña, con ganas de aprender y seguir creciendo.
Llevaba tiempo insistiéndome para que la dejase pastorear a ella. Me mantuve firme, hasta que su madre también intervino en su favor. Ya era mayor, así que al día siguiente, podría salir a hacer lo que siempre ha visto hacer a su padre. Yo cedí. Además, no había peligro. El viento silbaba, pero en otras ocasiones había silbado más fuerte, así que ¿Por qué no? María ya era toda una mujercita, podría hacerlo.
Pero cuando salió, el tiempo empezó a empeorar. Más viento. Aunque amaneció soleado, las nubes taparon la luz, todo se volvió gris. Y cada vez más y más viento. 
Era una tormenta. En mi región, una tormenta es sinónimo de muerte y destrucción. Todas las casas tenían refugio, una habitación bajo tierra, a unos veinte metros del edificio. Un lugar lleno de latas de conservas y recipientes repletos de agua. Un sitio preparado para emergencias, un habitáculo en el que no entro desde que de niño mi padre me empujó allí, y donde pasamos la única tormenta que ha habido mientras yo he vivido. El peor momento de mi vida, que se repetía ante mis ojos.
Pero nadie nos había avisado. Cuando ocurrió hace cuarenta años, un hombre enviado por el ayuntamiento nos avisó de lo que se avecinaba. Esta vez nadie vino. Y mientras mi mujer se puso a salvo, yo intenté salir a buscar a María. Estuve solo veinte minutos fuera. Cada vez sentía más fuerte el tornado. No pensaba ir a ningún lado sin mi niña.
Pero cada vez que gritaba su nombre, las palabras se perdían en el aire. Cada vez que buscaba en el horizonte a mi hija, encontraba un vacío que me devolvía la mirada. Cada vez que intentaba llorar, una corriente me cerraba los ojos. Cada vez que intentaba avanzar, una fuerza invisible me empujaba hacia atrás.
Volví. Me dí media vuelta. Me rendí. Regresé a la seguridad. A los brazos de mi esposa, que lloraba en una silla. No supe como decirle que tenía miedo, que no había conseguido encontrarla, que era imposible que siguiese con vida. No pude decirle a la cara que su hija, que nuestra hija, que mi niña estaba muerta, y nadie iba a resucitarla.
En lugar de eso la abracé. Le dije que no llorase, que María había partido en una dirección opuesta a la del origen del tornado, que hacia allí estaba la casa de los Rodríguez, que ellos la habrían acogido, que estaría bien. La miré a la cara y la mentí.
A la mañana siguiente todo estaba roto. De mi hogar solo quedaban astillas. Escombros. No quedaba nada.
María nunca volvió. Ni apareció. Simplemente, desapareció sin dejar rastro.
Me gusta pensar cuando estoy triste que quizás se escapó porque no nos quería, y que la chica que damos por muerta sea feliz en alguna parte lejos de nosotros. Siempre he tenido la manía de mentir, tanto a los demás como a mí mismo. El problema de todo esto es que cuando miento, los demás lo saben. Yo lo sé. Por eso me odio a mí mismo y odio las mentiras consentidas.

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