viernes, 28 de junio de 2013

Idiota

El Lunes es mi día libre. Mientras que para la mayoría de los habitantes de este planeta es sinónimo de hastío y es motivo de improperios y odios, para mí es el mejor día de la semana. Es el único momento de veinticuatro horas en el que mi tiempo no se pierde sirviendo comida. Y es que por mucho que me avergüence decirlo, y por mucho disgusto que a mi madre le produzca la cruda realidad, a la edad de veinticinco años no soy más que un vulgar camarero.
No sé por qué abandoné los estudios, pero es que llegó un momento en el que sentí excesivamente presionado. Mis padres y los profesores que tuvieron la obligación de tratar conmigo siempre afirmaron que yo era inteligente. Y no es que se equivocasen, es que la vagueza extrema era una de mis virtudes, por así decirlo. El problema es que no hay peor sentimiento que el miedo que se siente cuando ya no se siente nada. Y cuando dejé los estudios, eso fue lo que pasó. No me arrepentí, ni me alegré, ni... No sentí nada. Me dio igual. Supongo que la indiferencia es otra de mis cualidades.
Mi oficio, por desgracia, está separado por varios kilómetros de mi familia. Ellos residen en un pequeño pueblo, y yo en la capital de la provincia a la que ese pueblo pertenece. Esto provoca que el tiempo que pase con ellos sea escaso.
Hace un mes, mi madre enfermó.
El médico del pueblo dice que se pondrá bien. Que no es nada. Yo no sé si creerle o no, pero ella está muy débil. Desde que yace postrada en la cama, voy cada Lunes a verla, a cuidarla y a animarla al pueblo.
Mi bajo salario me impide tener un coche o una moto, así que el tren es mi medio de transporte.
Adoro el tren. Allí se puede ver a todo tipo de personas. Gente entre gente, con sus peculiaridades y sus gestos. Detalles. Y es que la vida esta basada en los pequeños detalles.
Lo mejor de estos viajes es ver a los hombres y mujeres que pueblan el vagón e imaginar quiénes son, de dónde vienen, que piensan. La gracia está en que nunca sé cuándo he acertado y cuándo no.
Hoy es Lunes, así que estoy sentado en un asiento observando a las personas que se van acomodando a mi alrededor.
Pero el tiempo se para. Y lo para una mujer que se sienta justo enfrente mía. Sé que es una mujer, pero mi mente la interpreta como una diosa. El resto de la estancia pierde valor, me centro en ella.
Imagino que esa mirada sencilla que se esconde tras esos ojos claros tiene una larga historia detrás. Quizás sueños imposibles, errores que cambiaron su vida o demasiada suerte. Pero ahora está junto a mí.
Nunca he creído en el destino ni en las coincidencias, siempre me han parecido creaciones literarias de escritores que no tenían nada mejor que hacer que llenarle la cabeza de pájaros a la sociedad. Pero en el momento en el que ella entró en mi campo de visión, empecé a replantearme seriamente esta opinión.
No quería parecer muy descarado, así que dejé de observarla. Pensé en hablarle pero, ¿De qué me serviría? Seguramente ella no haría mas que reírse y cambiar de vagón.
Entonces un hombre de aproximadamente unos cuarenta de edad que estaba sentado junto a mí me susurró al oído: "El no ya lo tiene, amigo. Si lo intenta, no pierde nada". Y luego, como si mo me hubiese dicho nada, volvió a dedicarse a leer el periódico que tenía en sus manos.
Soy un cobarde y como tal, no me atrevía a acercarme. Era algo superior a mis fuerzas. Mis ganas de conocerla y mis ganas de permanecer sentado luchaban una batalla sin sentido durante el trayecto, hasta que empezó el porqué de que escriba este relato.
Seguía planteándome cruzar el vagón para sentarme a su lado cuando se oyeron unos ruidos al otro lado de la puerta que unía los dos habitáculos.
De repente en la estancia entró un hombre de unos treinta años con una pistola y apuntó directamente a la chica a la que había estado observando.
-¡Devuélveme mi dinero perra!- dijo, mientras la mano que sostenía el arma temblaba.- ¡No vas a ir a ningún lado si no me lo das aquí y ahora!
Todos los testigos nos quedamos paralizados, incluida la mujer, que intentó pronunciar unas palabras, mientras abría y cerraba la boca, sin conseguirlo.
El hombre, dando zancadas hacia ella llegó a su altura y le puso el cañón en la cabeza.
-¡Que me des mi dinero hija de puta!- y mientras hacia unos gestos incomprensibles con la mano que tenía libre, dijo- Y como alguno se levante le meto una bala en la jodida cabeza.
La estancia quedó en silencio, un silencio que se rompió por el sollozo de la chica amenzada y el llanto de un bebé al que su madre intentaba calmar, inútilmente.
Con el paso del tiempo, el hombre armado se iba poniendo nervioso. Sus ademanes hacia la mujer y sus insultos se hacían cada vez más frecuentes.
¿Y yo qué podía hacer? Sé que el lector de estas palabras, que sin duda es un aventurero intrépido y valiente se habría abalanzado sobre el tío que amenazaba a semejante belleza y esperaba que yo hiciese lo mismo. Pues siento decepcionar al lector, pero un servidor tiene miedo de acercarse a una mujer, así que ni hablemos de liberarla de un loco con intenciones homicidas. Yo me quería mantener al margen.
Y es que siempre le he tenido demasiado aprecio a mi vida. No me jugaría mi pellejo por nada, y esto es un hecho. No puedo afrontar los problemas, nunca he podido. Y el cuerpo me pedía ayudar a esa pobre diosa, pero mi mente lo tenía castigado en un rincón, por imprudente.
La situación acabó cuando la paciencia del hombre prefirió buscar él mismo el dinero.
Cogió la maleta de la mujer y tras abrirla comenzó a rebuscar en ella unos billetes que no aparecían por ningún lado.
-¡¿Qué has hecho con mi dinero perra?!-gritó, perdiendo los pocos nervios que le quedaban- ¡Dame mi puto dinero!
Y dicho esto, hizo el amago de pegarle. Ese fue el momento en el que las ganas de conocerla ganaron a la cobardía y me abalancé sobre él.
Antes de cometer semejante locura pensaba que... No, definitivamente no pensaba. Me moví por impulsos. Pero bueno, creía que lo tumbaría y quedaría como un héroe. Pero nada más lejos de la realidad.
Cuando me desperté fueron los coches de policía la que me dieron a entender que todo había llegado a su fin.
Según me contó el propio oficial de policía, ese hombre era su exmarido. Un hombre peligroso, adicto a las drogas y violento, con antecedentes penales y una orden de alejamiento entre él y su exmujer.
Él buscaba un dinero que supuestamente -nada de lo que voy a decir a continuación está demostrado- ella le había quitado, y que era el botín de un robo a una joyería.
Nadie había salido herido, a excepción de mi contusión en la cabeza debido al culatazo que me dió con la pistola. En cuanto yo caí al suelo, otro de los que estaban en ese vagón neutralizó al tío en cuestión de segundos. En resumen, había quedado como un idiota.
Y lo peor de los idiotas es que lo son de ser tan buenos. Y es que muchas veces es mejor quedarse callado que levantarse a opinar.
28 de Junio de 2013, Alejandro Berraquero

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