miércoles, 3 de julio de 2013

Pañuelos

Ayer tuve una idea. Suelo tener varias en un día, pero las desecho en pocos minutos. Algunas son absurdas, otras carecen de fundamento, y otras me parecen tan perfectas que dudo que lleguen a funcionar.
Pero la idea de ayer... Parece tan inútil, carece tanto de sentido que quizás por ello la quiero llevar a cabo.
Me llamo Salvador Garrido y soy profesor. Estoy viejo, tanto que hace tiempo que perdí la cuenta de cuantos años tengo. Lo único que sé es que ya hace varios que debería de estar jubilado.
Pero sigo trabajando. Soy el tutor de una clase de unos chavales de unos once años que son para mí como una familia. Llevo educándolos lo mejor que sé unos cuatro cursos, y no me canso de ellos. Me gusta pensar que soy como un padre para esos locos.
Vivo con mi esposa en un pueblo de la provincia de Cádiz cercano a la ciudad en la que ejerzo magisterio. Mis hijos hace mucho que abandonaron el hogar familiar para independizarse por su cuenta. Y cada tarde, en el porche de mi casa, echo de menos como corrían tras un balón, mientras su hermana jugaba con sus muñecas.
El tiempo pasa rápido. Quizás demasiado. Y me da miedo. Yo siempre he pensado que nunca se es demasiado mayor para hacerse viejo, así que mientras alguien quiera oír a este viejo loco, seguiré siendo joven. Y mientras alguien me recuerde, seguiré vivo. Porque la inmortalidad no reside en tener los ojos abiertos, si no en permanecer despierto en la mente de aquellos que lloraron mi pérdida. Por eso morir no me da miedo. Y es que la muerte está tan segura de su victoria que nos da una vida de ventaja.
La idea que se me ocurrió ayer iba sobre esto. Me estoy haciendo viejo y mi puesto en la escuela puede ser sustituido por cualquier otro que realmente necesite un sueldo.
Pero esos chicos son jóvenes, con las cabezas llenas de pájaros, pequeños locos que cuando sean mayores no recordarán a este anciano que les demostraba una y otra vez que la madurez no es sinónimo de aburrimiento y seriedad. Que hasta cuando las canas salpican el pelo se puede estar loco. Que la locura no entiende de edad.
Así que, ¿Por qué no dar clase a gente que lo necesite? Personas que no me olviden.
Personas como este hombre que me ofrece pañuelos y ambientadores en la ventanilla de mi coche a cambio de unas monedas. Un héroe que se merece la oportunidad que el mundo no ha querido darle.
Y eso es lo que hice. El primero fue Rachid. Y a partir de ahí a todos los que me pararon en algún semáforo les di mi número de teléfono y les ofrecí un futuro, a cambio de unos clínex.
En el pueblo en el que vivo siempre ha habido casas abandonadas. Allí les puse unos colchones en algunas habitaciones, le compré una antigua pizarra que el colegio iba a tirar al director, junto con unas sillas y unas mesas que iban a correr la misma suerte.
Y me monté una escuela y a la vez casa de acogida, para inmigrantes que necesitaban ayuda. Diez hombres, que merecen los mismos conocimientos que el resto de seres humanos. Y es que la procedencia no debería tener nada que ver con la educación. Los derechos no pueden depender de fronteras.
Y durante un año, ese fue mi día a día. Les di todo lo que sabía, un poco de todo. Mi mayor pena es no poder haber convivido con ellos más tiempo. La ventaja que la muerte me había dejado se acabó un día cualquiera de un mes de Febrero. Vino en forma de cáncer, y aunque es verdad que nunca tuve miedo a irme para no volver, si es verdad que me hizo verter más lágrimas de las que he vertido nunca. Y aunque llorar no es de mala educación, a mi siempre me ha dado vergüenza. Maldito sea el tiempo y su curiosa manía de correr y no detenerse. Al menos esta vez tuve paquetes de pañuelos de sobra para secar mis lágrimas.
Alejandro Berraquero, a 3 de Julio de 2013.
Basado, en gran parte, en hechos reales.

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