miércoles, 21 de agosto de 2013

Prólogo: Desconocidos

Aquí os dejo el prólogo de este libro que voy a intentar escribir. Opinad para ayudarme a mejorar;)
Muchas gracias por vuestro ánimo;) Ahí va:

Prólogo:

Estoy escribiendo. Es curioso, nunca me habría imaginado escribiendo. Los escritores trabajan con las letras para que otros las lean. Pero a estas alturas sé demasiado bien que nadie leerá esto.

Y es que mi vida nunca ha sido un ejemplo digno para seguir por nadie. Quizás ha  sido un ejemplo, sí, pero el más claro de lo que no se debe hacer. Supongo que este detalle te aferrará más al volumen que tienes en tus manos. No, no lo niegues. Lo anormal siempre atrae.
Nunca he entendido a esas personas que afirman que para ser feliz hay que enamorarse, casarse, tener un par de hijos y morir en una casita de campo a los ochenta y pocos años. Como un amigo mío puntualizó una vez, yo sabía vivir. Aspiraba la vida en cada gramo de aire, y no desperdiciaba nada en un suspiro. Mi proyecto de vida siempre fue, como dijo una vez James Dean: “Vivir deprisa, morir joven y dejar un bonito cadáver”. Y, aunque con los años he ido rectificando ligeramente ese pensamiento, bien es cierto que marcó bastantes años de mi vida.
Entre otras cosas, me han acusado incontables veces de beber, irme con mujeres de dudosa reputación, robar con cierto arte e incluso, de conducir a excesiva velocidad.
Pero para que entendáis todo, debería de presentarme.
Todo esto comenzó una tarde de Abril de 1987. No recuerdo bien el día exacto y no sé si es por el choque psicológico que tiene nacer que no recuerdo bien los detalles, y hasta ahora nadie se ha molestado en recordármelos.
Nací con mi nombre actual, Álvaro, en una familia apellidada Ruiz. Bueno, a decir verdad, no creo que “aquello” en lo que yo nací se le pueda denominar familia. Para empezar, mi madre era una dama, de dudosa reputación, que por escasas monedas se situaba en las esquinas de mi pueblo natal y proponía su negocio a cualquier hombre –o mujer, mi madre no discriminaba- que estuviera interesado en dichos servicios. Por si no lo has entendido expresado con la corrección necesaria te hablaré sin tapujos. Mi madre era una prostituta, y el bueno de mi padre su cliente más frecuente. Y pasó lo que tenía que pasar. Una de esas noches en las que mi padre buscaba fortuna en los burdeles de mi pequeña localidad se encontró a mi madre. Como ya se conocían y tenían práctica en el arte emprendido empezaron a trabajar en él, con tan mala suerte que la protección que mi padre llevaba en esos momentos en la cartera estaba caducada. Conclusión: Yo aparecí nueve meses después, con muchas ganas de vivir, ganas que mis progenitores no compartían. Sin embargo y aun así, mi padre me aceptó. Me educó lo mejor que supo, que fue de una forma muy deficiente, y me enseñó todo lo que sabía, que aparte de nada era ese difícil arte de enamorar a las mujeres. A su lado aprendí que cuatro palabras bien recitadas al oído de una dama significaban una noche de diversión o una vida de sumisión, dependiendo de la dama en cuestión. El auténtico arte consistía en saber como manejar a aquellas que precisaban sumisión para conseguir la diversión deseada.
Sin embargo, mi querida y desconocida madre se apartó del seno familiar a una edad muy temprana –a dos días de mi nacimiento- ya que su oficio no le permitía cuidar de mí. No conozco su nombre y espero no llegar a conocerlo, ya que cuando digo que se retiró del seno familiar, me refiero a que desapareció de la faz de la tierra en un microbús con destino a Madrid.
Saltándome ciertos detalles de mi infructuosa infancia, y haciendo un breve resumen, admitiré que mi añorado padre no se dedicó a mi educación hasta la edad de doce años, y a partir de ahí tampoco es que hiciese mucho por mí… y si hizo algo fue porque un cúmulo de circunstancias ajenas a él así lo dispuso.
La primera vez que ví la luz del sol fue en Jerez de la Frontera. Y sería una ciudad perfecta para nacer si no fuese porque ninguna ciudad está preparada para el nacimiento de alguien como yo.
La vecina de enfrente del pequeño inmueble donde malvivía con mi padre en una de las calles del centro de la ciudad se llamaba doña Águeda –por desgracia no conozco su apellido-. Era una mujer de unos sesenta y pocos años, con unas canas más que incipientes en su cabeza y un instinto maternal incrementado por mi persona. Ella me cuidó. A falta de dinero para un colegio, me educó mejor de lo que me habrían educado en cualquier escuela. Me convertí, con el paso de los años en un chico educado, con algún interés por las letras y, experto en unas de las aficiones de la anciana, las cartas y el ajedrez.
Lástima que la infancia no pueda durar siempre. Cuando uno empieza a crecer no hay vuelta a atrás. Mi problema fue que dejé atrás esta etapa de mi vida de forma prematura, cuando mi mentora falleció.
Hasta el momento de su muerte, yo solo tuve tres preocupaciones: hacer la cama con una precisión milimetrada, tirar la basura cuando hiciese falta y aprender. Sobretodo aprender.
Y es que algo en lo que todo el mundo coincide es que soy inteligente, muy inteligente. Pero para descubrirlo, tendré que contarte todo lo que he vivido, que no es poco. Al menos te puedo garantizar que no te aburriré mientras lees mis palabras. O lo intentaré.
Así que aquí empieza mi historia, en el mismo sitio donde la escribo, pero hace muchos años. En el club de alterne donde mi padre entró aquella noche...

Alejandro Berraquero, a 21 de Agosto de 2013

2 comentarios: