Ya
no estás aquí, y eso duele. No porque Jaime y yo te echemos de menos, que
también, sino porque sé que tu ausencia es culpa mía.
Casi
puedo imaginarte leyendo esto, estés donde estés, aunque sé que en realidad
nunca lo leerás. Mi mente podría recrear mil escenarios distintos, todos
igualmente posibles, pero sin embargo he optado por ver tu rostro entre esta
carta y un fondo blanco, como si en el mundo sólo estuvieseis tú y este papel.
Tu
cara es de sorpresa, mezclada con nerviosismo e incertidumbre. Tras meses sin
recibir noticias mías, sé que este folio sería lo último que te esperarías. Sin
embargo, aquí está. Aquí estamos Jaime y yo.
Recuerdo
como si fuese ayer aquel día que tuviste que coger la maleta e irte a trabajar
muy lejos. Lo que empezó como algo temporal, después de tantos meses, parece
que será eterno. Tuviste que hacer el equipaje e irte al extranjero.
Y
todo por mi culpa.
No, no niegues con la cabeza a la vez que me exoneras
de mis pecados, como si fueses un sacerdote frío y distante al que le interesa
más el perdón de un Dios que dejó que todo sin más pasase que el dolor que
siente el que confiesa sus imborrables errores.
Y
es que nunca es demasiado tarde para pedir perdón, pero sí para ser perdonado.
No
puedes ni imaginarte cuántas veces, desde que te fuiste, he pensado en aquella
vez que mi madre me dijo que estudiara. En todas aquellas veces en las que, ya
casados, me intentaste animar para que entre chapuza y chapuza me sacara el
graduado escolar. Pero no te hice caso. Creía que el trabajo, aunque
intermitentemente, me iba a llegar siempre, así que dejé que el tiempo, sin
más, pasase, y hoy ambos podemos ver el resultado.
El
resultado es que no estás, no estás, no estás. Me recuerdo mirando nuestra cama
vacía, nuestras fotos en los marcos, nuestra vida. Miro y busco, pero no te
encuentro. Sólo siento ese sabor amargo en la boca, ese sabor a ceniza que no
se va.
Sin
embargo, aún nos mantenemos a flote. A Jaime y a mí no nos falta alimento.
Incluso cuando dejó de llegar el dinero que nos mandabas, nos hemos sabido
arreglar. Y es que hace meses que te despidieron.
En
lugar del dinero, empezaron a llegar tus cartas, una cada semana, explicándonos
que hacías lo imposible por encontrar trabajo y que no tenías el dinero
necesario para volver, por mucho que estuvieses deseando abrazarnos a Jaime y a
mí. Sin embargo, el tiempo, una vez más, siguió pasando, y junto con tus cartas
de amor y cariño, llegaron las del banco con un pronóstico que más tarde se
cumpliría. Acabamos desahuciados.
Ojalá
hubieses estado aquí para ver a Jaime. Con apenas nueve añitos se comportó como
todo un hombre, con la cabeza bien alta cuando nos dejaron con todas nuestras
cosas en la acera. No protestó, no se quejó, simplemente me miró y me abrazó.
Si
mis padres estuviesen vivos o los tuyos viviesen en esta parte del país, no
sería todo tan grave, pero la verdad es así de cruel y triste. Estamos en la
calle.
Una
vez por semana, cada lunes, que es cuando llega el correo, voy al buzón de
nuestro antiguo hogar por si hay alguna carta tuya, pero hace tiempo que ya no
hay nada. Imagino que estarás en la misma situación que yo y que no tendrás
dinero ni para enviar o escribir cartas. Me aterra pensar que estés sola, sola,
en un país extranjero mendigando y pasando frío mientras yo, cada noche, antes
de dormir, beso tu foto.
Hace
un par de días fue el cumpleaños de Jaime. No sé para qué digo nada, si es
obvio que ya lo sabes. Bueno, ahorré un poco durante un mes y fuimos a comer a
un bar del centro que presume de tener cien tipos de bocadillos diferentes. No
es gran cosa, pero era algo especial y es muy barato. Antes de irme, cogí el
papel en el que se apuntan los pedidos y robé el bolígrafo de una mesa, y con
eso te estoy escribiendo esto.
Casi
puedo verte diciendo: “Pero si no lo voy a leer, ¿Para qué lo escribes?” Pues
la verdad, siéndote sincero, ni yo mismo lo sé. La idea me vino cuando la
semana pasada, mientras Jaime dormía entre las bolsas de basura que contienen
nuestra ropa, un chaval bien vestido, con sus auriculares en los oídos que
pasaba por la calle en la que nos encontrábamos, levantó la mirada de su
teléfono móvil, y me miró con asco. Con asco. Yo me puse a pensar, y te juro
que lo hice concienzudamente, pero creo que yo, aunque ahora sólo sea un
mendigo que no tiene dinero, no me merezco esto. No me merezco esto.
Supongo
que la vida no es justa, por mucho que nosotros lo seamos con ella.
Y
que sí, que sé que nunca lo leerás. No tengo dinero para enviártelo ni sé la
dirección en la que estás, pero quiero que sepas que te amo.
Jaime
me ha pedido que te diga que te quiere, que te echa de menos y que mis cuentos
para dormir no son tan buenos como los tuyos.
Hasta
luego, preciosa. Te echo de menos.
Un
beso, Juanma.
Pd.
Jaime guarda todas y cada una las cartas que nos mandaste como si fuesen un
auténtico tesoro.
Por Alejandro
Berraquero, a 16 de Noviembre de 2014 en
hastaquesecolapselainspiracion.blogspot.com
Esto es increíble. Cuan hermoso ha sido iniciar mi mañana leyendo este profundo, y fielmente injusto relato sobre la vida. No todos reciben cuanto merecen, hay quienes reciben menos, mereciendo más.
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