domingo, 23 de noviembre de 2014

Luces Rojas (Trilogía del Psicópata 3)

Esta es la tercera parte de la trilogía del psicópata, en la que ya se pone punto y final a la historia de ese misterioso asesino, "Juez" y sus curiosas víctimas. Cada relato de la trilogía está escrito para que tenga sentido por sí solo, pero te recomiendo que si aún no has leído Ruleta Rusa ni Café, te pases por ellos antes de leer esta entrada.
Las dos primeras partes consistían más en los asesinatos y la curiosa forma que tenía el asesino de cometerlos. Esta parte, sin embargo, es la que le da a todas las historias una base y las hila entre sí, trayendo la explicación que mucho me habíais pedido tanto.
Bueno, sin más dilación os dejo con el Luces Rojas. Espero que os guste, un abrazo.

Luces Rojas
Todos sabemos cómo es un semáforo, ese tronco metálico que parece haber brotado de la tierra como si de un árbol se tratase junto a los pasos de cebra. En su extremo superior, en lugar de hojas o flores, tiene tres círculos. El inferior es verde, y se ilumina cuando los vehículos que circulan por el asfalto en ese sentido pueden pasar por el paso de cebra sin peligro. El que está en medio es amarillo cuando se enciende, e indica que se puede circular, sí, pero con precaución. Sin embargo, el que está arriba es rojo, y simboliza, como todos sabemos desde que tenemos uso de razón, que el vehículo debe detenerse.
Pero ese día, el conductor no pisó el freno y su coche no paró.

Cuando Isabel cayó al suelo tras el atropello, aún estaba viva. Sin embargo, debido a la hemorragia interna que inundaba sus órganos de sangre, murió en el hospital. Y todo ello en cuestión de unas horas.
Cuando María se enteró de lo que le había sucedido a su hija, estaba en su casa. Concretamente, en su cama, deprimida desde hacía meses porque no había sido capaz de superar la muerte de su marido en un accidente de salto en parapente. Incluso intentó suicidarse tras el entierro, pero no fue capaz. Le faltó valentía. Lo intentó varias veces más a lo largo de aquel tiempo, pero se hizo más que evidente que era absolutamente incapaz de dar el salto final que la precipitase al vacío. Como su hermano Jesús pensaba, lo hacía inconscientemente para llamar la atención.
Aunque Jesús pensara eso, adoraba a su hermana. Tanto, que cuando ella quedó postrada en la cama por culpa de los antidepresivos, él se mudó a su casa y asumió el rol de padre con su sobrina, a pesar de que nunca había tenido un hijo. Lo hizo bien, y al poco tiempo se convirtió en todo un ejemplo a seguir para ella.
A él fue a quién llamaron los servicios sanitarios cuando acudieron a socorrerla tras el atropello.
Cuando llegó al hospital, el mundo se le vino abajo al enterarse de lo sucedido con detalle. Minutos después, cuando se certificó la muerte de la pequeña Isabel, rompió a llorar.
Y es que no hay amor más fuerte que el que se siente por alguien a quién sabes que no vas a volver a abrazar.
Cuando se lo dijo a María, ella estaba en la cama deprimida, creyendo que su vida no podía ir peor. Sin embargo, tal y como suele pasar cuando creemos que ya hemos pisado el suelo del pozo, al dar dos pasos descubrimos que tan sólo era un saliente.
¿Cómo se sintió? Creo que lo más acertado es decir que dejó de sentir. Sus sentimientos tramitaron el divorcio, y se quedó mirando el vacío mientras su hermano le decía que su hija había fallecido. No sintió ni dolor, ni pena, ni frustración, ni rabia, ni impotencia. Simplemente no sintió nada.
Y no hay nada peor que eso.
Jesús veló por ella, viendo cómo se consumía en su propia tristeza. No se separó de su hermana por miedo a que intentase reunirse con su familia ya perdida, pero tarde o temprano tenía que pasar lo que pasó. Su permiso de vacaciones acabó y tuvo que volver al trabajo. Escogió el turno de tarde y cuando salió, rezó para que su hermana no hiciese ninguna tontería.
No sé si fue porque Dios ese día estaba muy ocupado, estaba en el otorrinolaringólogo o no existe, pero los rezos de Jesús no sirvieron de nada. Cuando volvió a casa, María no estaba.
Salió en coche a buscarla por los alrededores, siendo consciente de que era incapaz de suicidarse tal y como había demostrado en circunstancias anteriores. Sin embargo, su teléfono empezó a sonar y cuando contestó, la voz inflexible de un policía le comunicó que María había acabado con su vida saltando desde una azotea.
Él no lo sabía entonces, pero mientras se tiraba de los pelos y la emprendía a puñetazos contra el volante por la rabia contenida hasta entonces, inconscientemente sabía que los responsables de todo aquello pagarían lo que había sucedido.
En primer lugar investigó un poco, y descubrió que en la ciudad sólo había una persona que se dedicase a hablar con los suicidas para convencerles que no se tirasen al vacío. Se llamaba Amanda Solís. Buscó su dirección en la guía y vio su perfil en diversas redes sociales. Fue a su casa, y una vez salió de ella comenzó a seguirla en su día a día. Descubrió sus costumbres, sus vicios, sus virtudes y la relación de constantes peleas que tenía con su novio.
Comenzó a pensar, y cuando un hombre al que le han arrebatado todo quiere vengarse, sus pensamientos no son muy saludables. Tramó un plan. No podía saber si su hermana realmente se había suicidado o no, y es que eso sólo podía saberlo la única persona que estuvo con ella en aquella azotea esa noche: Amanda.
Por eso días después cogió un revolver y subió a la azotea de un edificio, como si fuese a suicidarse. Subió Amanda, y al acusarla de haber matado a su hermana, no dio muestras de inocencia, más bien de todo lo contrario. Todo su rostro se inundó de culpabilidad por aquella noche en la que tras pelearse con su novio, subió a la azotea y en lugar de hablar con la suicida, la empujó al vacío.
Después de aquel episodio, y una vez consumada su venganza, fue a por la segunda persona que provocó que su vida dejase de tener sentido: La persona que atropelló a Isabel.
Jesús era abogado y había defendido con cierto éxito en más de una causa a amigos de ciertos cargos de la policía. Gracias a ello pudo acceder al sumario de la muerte de su sobrina, e hilando pruebas durante semanas, tomó a Emilio, un policía, como culpable del atropello.
No podía probarlo, pero estaba convencido de que era él. Un agente con una trayectoria impoluta que accidentalmente atropella a una niña y huye para no perder su futuro en el cuerpo de policía.
Y una vez más, le espió, le siguió e hizo suya su rutina. Finalmente, se enfrentó a él cara a cara y vio cómo en el rostro de Emilio caía el peso de la conciencia al demostrarle que sabía que era culpable.
Y una vez más, sació su sed de venganza.
Sin embargo, cuando asesinó a los culpables de la muerte de sus seres más queridos, se sintió vacío, muerto. Y entonces, sólo entonces, se dio cuenta de lo que había hecho. Había matado a dos personas, pero Isabel y María no iban a resucitar. Y se arrepintió, lloró. Todos los sentimientos que había alejado de sí mismo durante la búsqueda de los culpables afloraron y le sumieron en una pena y un sufrimiento que nunca había sentido hasta entonces y que dudó poder superar.
Y al final, rezando a un Dios en el que no creía para que le perdonase, se arrojó al vacío desde la misma azotea desde la que cayó su hermana, pensando que ojalá al morir sólo se hubiese arrepentido de no seguir viviendo.


Por Alejandro Berraquero, a 23 de Noviembre de 2014 en hastaquesecolapselainspiracion.blogspot.com

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