Esta es la tercera parte de la trilogía del psicópata, en la que ya se pone punto y final a la historia de ese misterioso asesino, "Juez" y sus curiosas víctimas. Cada relato de la trilogía está escrito para que tenga sentido por sí solo, pero te recomiendo que si aún no has leído Ruleta Rusa ni Café, te pases por ellos antes de leer esta entrada.
Las dos primeras partes consistían más en los asesinatos y la curiosa forma que tenía el asesino de cometerlos. Esta parte, sin embargo, es la que le da a todas las historias una base y las hila entre sí, trayendo la explicación que mucho me habíais pedido tanto.
Bueno, sin más dilación os dejo con el Luces Rojas. Espero que os guste, un abrazo.
Luces Rojas
Todos
sabemos cómo es un semáforo, ese tronco metálico que parece haber brotado de la
tierra como si de un árbol se tratase junto a los pasos de cebra. En su extremo
superior, en lugar de hojas o flores, tiene tres círculos. El inferior es
verde, y se ilumina cuando los vehículos que circulan por el asfalto en ese
sentido pueden pasar por el paso de cebra sin peligro. El que está en medio es
amarillo cuando se enciende, e indica que se puede circular, sí, pero con
precaución. Sin embargo, el que está arriba es rojo, y simboliza, como todos sabemos
desde que tenemos uso de razón, que el vehículo debe detenerse.
Pero
ese día, el conductor no pisó el freno y su coche no paró.
Cuando
Isabel cayó al suelo tras el atropello, aún estaba viva. Sin embargo, debido a
la hemorragia interna que inundaba sus órganos de sangre, murió en el hospital.
Y todo ello en cuestión de unas horas.
Cuando
María se enteró de lo que le había sucedido a su hija, estaba en su casa. Concretamente,
en su cama, deprimida desde hacía meses porque no había sido capaz de superar
la muerte de su marido en un accidente de salto en parapente. Incluso intentó
suicidarse tras el entierro, pero no fue capaz. Le faltó valentía. Lo intentó
varias veces más a lo largo de aquel tiempo, pero se hizo más que evidente que
era absolutamente incapaz de dar el salto final que la precipitase al vacío.
Como su hermano Jesús pensaba, lo hacía inconscientemente para llamar la
atención.
Aunque
Jesús pensara eso, adoraba a su hermana. Tanto, que cuando ella quedó postrada
en la cama por culpa de los antidepresivos, él se mudó a su casa y asumió el
rol de padre con su sobrina, a pesar de que nunca había tenido un hijo. Lo hizo
bien, y al poco tiempo se convirtió en todo un ejemplo a seguir para ella.
A
él fue a quién llamaron los servicios sanitarios cuando acudieron a socorrerla
tras el atropello.
Cuando
llegó al hospital, el mundo se le vino abajo al enterarse de lo sucedido con
detalle. Minutos después, cuando se certificó la muerte de la pequeña Isabel,
rompió a llorar.
Y
es que no hay amor más fuerte que el que se siente por alguien a quién sabes
que no vas a volver a abrazar.
Cuando
se lo dijo a María, ella estaba en la cama deprimida, creyendo que su vida no
podía ir peor. Sin embargo, tal y como suele pasar cuando creemos que ya hemos
pisado el suelo del pozo, al dar dos pasos descubrimos que tan sólo era un
saliente.
¿Cómo
se sintió? Creo que lo más acertado es decir que dejó de sentir. Sus
sentimientos tramitaron el divorcio, y se quedó mirando el vacío mientras su
hermano le decía que su hija había fallecido. No sintió ni dolor, ni pena, ni
frustración, ni rabia, ni impotencia. Simplemente no sintió nada.
Y
no hay nada peor que eso.
Jesús
veló por ella, viendo cómo se consumía en su propia tristeza. No se separó de
su hermana por miedo a que intentase reunirse con su familia ya perdida, pero
tarde o temprano tenía que pasar lo que pasó. Su permiso de vacaciones acabó y
tuvo que volver al trabajo. Escogió el turno de tarde y cuando salió, rezó para
que su hermana no hiciese ninguna tontería.
No
sé si fue porque Dios ese día estaba muy ocupado, estaba en el
otorrinolaringólogo o no existe, pero los rezos de Jesús no sirvieron de nada.
Cuando volvió a casa, María no estaba.
Salió
en coche a buscarla por los alrededores, siendo consciente de que era incapaz
de suicidarse tal y como había demostrado en circunstancias anteriores. Sin
embargo, su teléfono empezó a sonar y cuando contestó, la voz inflexible de un
policía le comunicó que María había acabado con su vida saltando desde una
azotea.
Él
no lo sabía entonces, pero mientras se tiraba de los pelos y la emprendía a
puñetazos contra el volante por la rabia contenida hasta entonces,
inconscientemente sabía que los responsables de todo aquello pagarían lo que
había sucedido.
En
primer lugar investigó un poco, y descubrió que en la ciudad sólo había una
persona que se dedicase a hablar con los suicidas para convencerles que no se
tirasen al vacío. Se llamaba Amanda Solís. Buscó su dirección en la guía y vio
su perfil en diversas redes sociales. Fue a su casa, y una vez salió de ella
comenzó a seguirla en su día a día. Descubrió sus costumbres, sus vicios, sus
virtudes y la relación de constantes peleas que tenía con su novio.
Comenzó
a pensar, y cuando un hombre al que le han arrebatado todo quiere vengarse, sus
pensamientos no son muy saludables. Tramó un plan. No podía saber si su hermana
realmente se había suicidado o no, y es que eso sólo podía saberlo la única
persona que estuvo con ella en aquella azotea esa noche: Amanda.
Por
eso días después cogió un revolver y subió a la azotea de un edificio, como si
fuese a suicidarse. Subió Amanda, y al acusarla de haber matado a su hermana,
no dio muestras de inocencia, más bien de todo lo contrario. Todo su rostro se
inundó de culpabilidad por aquella noche en la que tras pelearse con su novio,
subió a la azotea y en lugar de hablar con la suicida, la empujó al vacío.
Después
de aquel episodio, y una vez consumada su venganza, fue a por la segunda
persona que provocó que su vida dejase de tener sentido: La persona que
atropelló a Isabel.
Jesús
era abogado y había defendido con cierto éxito en más de una causa a amigos de ciertos
cargos de la policía. Gracias a ello pudo acceder al sumario de la muerte de su
sobrina, e hilando pruebas durante semanas, tomó a Emilio, un policía, como
culpable del atropello.
No
podía probarlo, pero estaba convencido de que era él. Un agente con una trayectoria
impoluta que accidentalmente atropella a una niña y huye para no perder su
futuro en el cuerpo de policía.
Y
una vez más, le espió, le siguió e hizo suya su rutina. Finalmente, se enfrentó
a él cara a cara y vio cómo en el rostro de Emilio caía el peso de la
conciencia al demostrarle que sabía que era culpable.
Y
una vez más, sació su sed de venganza.
Sin
embargo, cuando asesinó a los culpables de la muerte de sus seres más queridos,
se sintió vacío, muerto. Y entonces, sólo entonces, se dio cuenta de lo que
había hecho. Había matado a dos personas, pero Isabel y María no iban a
resucitar. Y se arrepintió, lloró. Todos los sentimientos que había alejado de
sí mismo durante la búsqueda de los culpables afloraron y le sumieron en una
pena y un sufrimiento que nunca había sentido hasta entonces y que dudó poder
superar.
Y
al final, rezando a un Dios en el que no creía para que le perdonase, se arrojó
al vacío desde la misma azotea desde la que cayó su hermana, pensando que ojalá
al morir sólo se hubiese arrepentido de no seguir viviendo.
Por Alejandro
Berraquero, a 23 de Noviembre de 2014 en
hastaquesecolapselainspiracion.blogspot.com
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