Cuando
el Vesubio entró en erupción, era de noche en la ciudad de Pompeya.
Sin
que nadie se percatase, y mientras todos seguían con sus vidas, una nube de
ceniza se extendía por el cielo mucho más velozmente que la masa de lava
fundida que se derramaba por la ladera del volcán.
En
cuestión de minutos, los habitantes de toda una ciudad murieron sepultados y
petrificados por los efectos devastadores de la erupción.
María
murió mientras dormía, y como ella miles de personas más. Algunas soñaban, y
otras no. Unas habían tenido un día inolvidable, pero otras daban vueltas en
los colchones esperando que amaneciese para que comenzase la jornada que tanto
tiempo habían estado esperando. A estos últimos parecía como si les hubiesen
querido castigar por no disfrutar de la vida durante días pensando en el futuro,
quitándoles precisamente eso, el futuro. Algunas se acostaron enfadadas con
seres queridos, creyendo que al día siguiente éstos vendrían a pedirles perdón
y todo se solucionaría. Otras, no se despidieron de alguien especial porque se
fueron con prisas, despreocupados, confiados en que al día siguiente volverían
a verlos.
Lo
que no sabían es que no había día siguiente.
Pero
sin embargo, la vida no se detiene cuando la mayoría duerme.
Pedro
estaba despierto. Se encontraba desnudo y, sobre su pecho, descansaba la cabeza
de María. Ella, como dije antes, dormía, y él miraba el techo pensativo. En la
habitación de hotel en la que se encontraban aún se podían ver los efectos del
día anterior. En el suelo, a los pies del colchón, descansaban el vestido de
novia y el traje de chaqueta. La ropa interior de ambos, remezclada, había sido
desperdigada por puntos equidistantes de la estancia. Y en la cama marido y
mujer compartían las mismas sábanas por primera vez siendo lo que eran.
Aunque
la mujer que descansaba feliz junto a él no lo sabía, él se arrepentía que
hubiesen hecho lo que habían hecho. Y es que horas después de jurar que
estarían juntos hasta que la muerte los separase, él ya pensaba en algo que lo
resucitase.
Cuando
la nube de ceniza llegó y los sepultó, Pedro se estaba vistiendo para huir de
todo aquello. María, cuando murió, aún creía que era la mujer más afortunada
del mundo.
Otro
ejemplo de que el planeta sigue girando cuando se oculta el sol es el de Juan y
Antonia.
Antonia
era una anciana que no debería de estar en esa calle, y mucho menos a esa hora,
pero que sin embargo estaba. ¿Por qué? Porque estaba perdida.
Salió
al supermercado, como cada lunes, con su carrito de tela y su monedero repleto
de dinero. Iba a coger por el camino de siempre, pero había un cruce cortado
por obras, por lo que tuvo que dar un rodeo. Después de realizar la compra
pensó que sería mejor atajar por otro sitio, pero tras unos minutos andando se
dio cuenta de que no sabía dónde estaba. Se había perdido, y perdida siguió
hasta que se hizo de noche.
No
tenía a dónde ir, no sabía que hacer sin luz. No tenía teléfono para llamar a
su hijo –siempre creyó que esas tecnologías eran cosas del diablo –ni ninguna forma
de comunicarse con nadie. Las calles estaban desiertas, sólo las poblaban ella
y su carrito.
Cuando
vio a Juan, creyó que se había salvado. Cuando Juan la vio a ella, creyó que le
había tocado la lotería.
-Disculpe,
joven, ¿Podría decirme cómo puedo llegar a la calle Preciados?
Juan,
adoptó su mejor pose, y le respondió galantemente:
-Claro,
señora, yo mismo le acompañaré para que no le ocurra nada.
Durante
todo el trayecto, la anciana le habló de su hijo, que estudiaba medicina en una
ciudad vecina, de su loro Roberto, de sus hortensias… y mientras tanto, Juan
aguantaba el chaparrón de palabras de la anciana con una sonrisa superficial
que no parecía tal.
Cuando
llegaron, la mujer lo invitó a pasar. Cuando la invitó a pasar, él, con una
navaja, la invitó a morir. Una vez en el suelo, ya sin vida, Juan comenzó a
desvalijar la casa y todo lo que había en ella de valor.
No
sabemos si fue el Karma o si algún dios quiso hacer justicia, pero cuando la
nube de ceniza le sepultó junto al cadáver de la anciana, aún creía que era el
hombre más afortunado del mundo.
Y
por último tenemos el caso de Ignacio, que llevaba viviendo en la calle, sin
techo, un día. Bueno, siendo sinceros tan solo unas horas, pero en su defensa
alegaría que habían sido las más largas de su vida -o al menos así se le
antojaron.
Podría
inventarme una fantasiosa aventura para hacer el relato más emocionante, pero
solo tenía dieciséis años. No estaba en ninguna cueva en busca de un mágico
tesoro ni bajo la persecución de una mafia. La triste realidad era que se había
fugado de casa.
Huir
no había sido algo premeditado. No tenía planeado nada, ni los días que estaría
fuera, ni qué debía llevarse, ni adónde iría. Al salir de casa solo llevaba
encima su rabia y la ropa que llevaba puesta. Cosas que como todo el mundo
sabe, no son suficientes para sobrevivir durante un largo periodo de tiempo.
Hecho
un ovillo en el suelo y muerto de frío, su mente sufría el conflicto interno
entre la decisión de volver a su casa al calor de la estufa o de quedarse allí
sufriendo pero en cierto modo peleando por su vida.
No
le dio mucho tiempo a plantearse las opciones porque instantes después la
puerta se abrió y entraron en el lugar dos personas. Si le preguntásemos a
Ignacio, sólo recordaría de ellos un olor que provocó que su rostro se torciese
en una mueca, una ropa que parecía sacada del vertedero -lo cual no sería de
extrañar- y unas caras con tanta suciedad que cualquiera diría que no se habían
lavado nunca.
Lo
que sucedió a continuación sí que lo recordaría bien. Como para no recordarlo.
Le miraron con extrañeza, pero con esa en concreto con la que se mira a una
cucaracha que trepa alegremente por las paredes de tu domicilio. La casa del
ejemplo era el banco por las noches, ellos los dueños y él, por si aún no está
lo suficientemente claro, la cucaracha. No creo que haga falta que diga qué se
hace con las cucarachas, pero ellos lo intentaron. Se aproximaron a él con los
brazos extendidos hacia abajo, como si fuese la postura que adoptarían con una
zapatilla en la mano para exterminar al parásito. Ignacio se hallaba en la
esquina, por lo que no les fue difícil acorralarle. Estaba a su merced.
Tras
unos minutos de forcejeo en los que los hombres demostraron que ellos estaban
mucho más fuertes de lo que aparentaban e Ignacio demasiado escuchimizado, el
niño acabó en la acera en la que desembocaba la puerta del banco, sin ropa y
llorando, enfrentándose al frío con tan solo la ropa interior y su piel como
escudo.
Al
menos ese encontronazo con los vagabundos le ahorró tiempo de preocupación y
debate interior sobre quedarse en la calle o volver a casa, dado que salió
corriendo y cuando se quiso dar cuenta estaba abriendo, con las llaves que
esconden sus padres en la maceta, la cerradura del piso.
Cuando
la nube de ceniza los sepultó a todos, los vagabundos y los padres de Ignacio
aún se creían las personas más afortunadas del mundo.
Por Alejandro
Berraquero, a 21 de Diciembre de 2014 en
hastaquesecolapselainspiracion.blogspot.com
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