domingo, 6 de diciembre de 2015

Plano Secuencia: Prólogo y "Primer Capítulo"

Breve sinopsis del proyecto:
Tal y como os conté hace un par de días en un comunicado, este es el primer prólogo de los dos que van a copar este Blog las próximas semanas. Este libro consiste, aunque estas líneas quizás no lo reflejen, en una crítica a Internet y las redes sociales, basándose en los cuatro grandes problemas que yo les veo: Acoso, Caos, Relaciones y Abstracción. No voy a explicarlos para no desvelar demasiado, pero sí diré que el título es una gran pista sobre la estructura de la obra, la cuál estará protagonizada por cuatro protagonistas distintos, todos enlazados y relacionados entre sí, que representan los problemas antes mencionados. Y todo eso, sin que haya "cortes de cámara" ni "cambios de plano" en la acción. Original, arriesgado y difícil de conseguir. O al menos, eso creo yo. 
La ilustración corre a cargo de Raquel Galante.
Ya sabéis que vuestras opiniones e interacciones deciden en qué proyecto me centro. Espero que os guste, un abrazo.
Ilustración para Plano Secuencia, por Raquel Galante
Prólogo
Era de noche. O quizás de día. Puede que estuviese lloviendo fuera o que el sol se impusiese entre las nubes. Tal vez se había producido el tan vaticinado fin del mundo o a lo mejor todo seguía siendo tan escandalosamente absurdo como siempre, pero él no lo sabía ni lo quería saber. Le daba igual. Abrazado a la almohada con el silencio como amigo sólo quería olvidarlo todo, volver atrás en el tiempo, ser de nuevo ese niño que contaba su edad con los años y los meses, presumiendo de vejez, esperando crecer para ser tan increíble como su actor, futbolista o famoso de turno favorito. Esperando ser algo que, mientras lloraba desconsolado en la cama, creía que nunca llegaría a ser.
No todos los sueños se hacen realidad, supongo.
Su rutina era la angustia, lo cual le motivaba a querer salir de allí y escapar, pero cuando escapó solo lo hizo hasta el cuarto de baño para cambiar el abrazo silencioso de la almohada por el sonido de las pastillas en el interior de un bote de plástico adornado con una pegatina que, entre otras cosas, decía que esos barbitúricos debían mantenerse alejados del alcance de los niños.
Pero él ya no era un niño, ¿o sí?
Aunque suicidarse sea un acto cobarde solo pueden llevarlo a cabo aquellos que son lo suficientemente valientes. Qué incongruencia, pensó. ¿Él era un valiente o un cobarde? Quizás ninguna de las dos cosas. Miró el recipiente relleno de esas píldoras que en solitario podían curar un dolor, pero que aliándose mataban. Él ya no podía más, quería irse, dejarlo todo atrás, e ingerirlas era su billete hacía otra realidad. Pero solo de ida. Desenroscó la tapa y alzó el brazo, pero justo cuando estaba llevándose el envase a la boca recordó que todo suicida debía de escribir una carta de despedida. Era como un acuerdo tácito con Dios, un trato no escrito en el que para abandonar el mundo debía de redactarse una nota explicando el porqué de la marcha. Eso en el hipotético caso de que ese Dios del que todo el mundo habla realmente exista.
Él había escrito mucho en sus horas de desesperación. Lo hacía para desahogarse, como si así los problemas que estaban grabados en papel desapareciesen. Escribía lo que sentía, hacía una bola de papel con ello y lo tiraba a la papelera. Aquello era como una válvula de escape que le ayudaba a seguir adelante cuando todo iba mal. Hacerlo fue un consejo de... y se detiene. Aún le duele pensar su nombre y recordar que ya no está. ¿Si ella supiese cuanto la echaba de menos, volvería?
Pero, entre lágrimas, se susurró así mismo la respuesta.
Entonces se acercó a la mesa, empuñó un bolígrafo y se dispuso a sumirse en el folio pensando que aquella sería la última vez que se desahogaría de esa manera.
Pensando, mientras veía cómo la tinta se esparcía por la blanca superficie, que su letra moriría con él, pero sus palabras no.

Plano Secuencia
Su nombre, el lugar en el que ocurren estos hechos, las fechas en las que suceden y el resto de detalles relacionados con eso del espacio y el tiempo no afectan mucho, por no decir nada, al transcurso de la historia. Si te los dijese los olvidarías poco después de leer esto, así que ¿Para qué molestarme inventándome un nombre, una fecha y una ciudad? Lo que realmente importa es el grito desesperado que esconden estas palabras.
Porque todo esto te está gritando.
Quizás algo que sí debas saber es que vive en plena crisis económica, aunque de eso ya te darás cuenta tú mismo a lo largo de estas páginas. Te adelanto desde ya que es una historia triste con un final triste. Pero que eso no te desanime, al fin y al cabo todas las vidas son unas tragicomedias, ¿No?
Llevaba viviendo en la calle, sin techo, un día. Bueno, siendo sinceros tan sólo unas horas pero en su defensa alegaré que habían sido las más largas de su vida, o al menos así se le antojaron. Podría inventarme una fantasiosa aventura para hacer el relato más emocionante, pero solo tenía -y de hecho tiene- dieciséis años. No estaba en ninguna cueva en busca de un mágico tesoro ni bajo la persecución de una mafia. La triste realidad era que se había fugado de casa. Y digo triste porque hasta a mí me da pena que se hubiese visto obligado a tomar la determinación de huir de su propio hogar como si se tratase de una cárcel.
¿Que por qué lo hizo? Eso se preguntaba él mientras soplaba dentro del hueco que formaban sus manos intentando inducirles calor bajo el cobijo de la entrada de una sucursal bancaria. Pero es una pregunta retórica de la que ya sabía la respuesta.
Llevaba toda la vida leyendo toda clase de libros y en todos aquellos en los que el protagonista se escapa de casa es, o bien para cumplir un sueño, o bien para alejarse de la presión que sus padres ejercen sobre él y las peleas que eso conlleva. Él no intentaba ser original ni nada por el estilo, pero había abandonado la calidez del abrazo familiar simplemente porque no existía. Ni familia, ni abrazo. Nada.
Su padre estudió derecho y desde pequeño fue excesivamente ambicioso a la vez que trabajador, por lo que apenas pasaba tiempo en casa y cuando lo pasaba no salía de su despacho. Digamos, por decirlo de algún modo, que su trabajo era su vida. Y cuando le despidieron, si seguimos usando esta acertada metáfora, murió.
Si abrimos el diccionario y buscamos la definición de morir, la primera acepción nos dice simplemente que es dejar de vivir, y la segunda afirma que es la finalización o extinción de algo por completo. Haciendo caso a esto, su padre falleció el día en el que le entregaron la carta de despido del bufete, demostrando que para dejar de vivir no siempre es necesario dejar de respirar. Cayó en una depresión constante y dejó de ser él. Tampoco es que antes fuese la alegría personificada, pero su sonrisa dejó de existir como tal. En lugar de esforzarse por encontrar trabajo o futuro, se encerró en su cuarto a sentirse un fracasado, contagiándoles ese sentimiento a los demás habitantes de la casa.
Ya que he hablado de su padre me veo obligado a hablar de su madre. Pero, ¿Cómo explicar cómo es ella? Imagínate por un momento una pequeña flor, da igual, la que sea, movida a merced del viento hacia un lado y hacia otro. Para que te sea más visual y sencillo, una rosa roja con un tallo verde que aparenta firmeza al estar protegido por multitud de espinas pero que es presa fácil de los embates de la violenta brisa. Pues esa sería una descripción perfecta de su madre. Una mujer que aparentaba una firmeza que se resquebrajó en mil pedazos al sentir los azotes de la situación en la que se encontraban.
Ella desde el principio fue una mujer débil, pero lo supo enmascarar bien. A pesar de mojarse en medio de la tormenta, la aguantaba con su hijo agarrado a su tronco. Ella le quería, pero él sabía que sola no podía tirar del carro al que su padre y él estaban subidos. Algún día, si su padre no despertaba, se le acabarían las energías, o lo que viene a ser lo mismo, el dinero. Cuando llegasen a ese punto no quería ni pensar qué pasaría, y quizás por eso sentía la necesidad imperante de hacer algo. Tras el despido de su marido, su oficio a cargo de su propia confitería de barrio se convirtió en su esperanza, ya que era lo que les mantenía a los tres. Porque aunque su padre no viviese, sí se alimentaba.
Curiosa forma de morir la suya.
Cada día al volver del colegio almorzaba, y tras un tiempo muy limitado de descanso se dirigía a la tienda a sustituir a su madre por la tarde, para que ella se ocupase de los quehaceres de la casa. La confitería consistía en un pequeño habitáculo delimitado del resto del mundo por cuatro pequeñas paredes construidas a base de ladrillo y cemento además de por un techo de metal. Para atender a los clientes había una persiana metálica que se bajaba cuando el establecimiento, por llamarlo de algún modo, estaba cerrado. En su interior, aparte de los productos a la venta tan solo había espacio para una silla un tanto incómoda, -y, en este caso-, su mochila y él. Ese era su lugar de estudio y ensoñaciones, quizás con más intensidad lo segundo ya que en los periodos -generalmente largos- de tiempo en los que ningún cliente interrumpía sus pensamientos se dedicaba a fantasear con un futuro un tanto utópico que sabía que nunca llegaría a suceder.
Al fin y al cabo, de ilusiones se vive. ¿No?
Pero no quiero desviarme del tema. Se fue de casa para llamar la atención. Fue un grito desesperado de socorro a dos personas que llevaban demasiado tiempo haciéndose las sordas. A su padre -que con su estado vegetativo permanente no hacía más que demostrar que su trabajo siempre le importó más que su familia- y a su madre -que aunque seguía moviéndose y llevando a cabo ese universal instinto de supervivencia del que gozamos los seres vivos, no era más que un fantasma, una sombra de la mujer que solía ser-. En esos momentos, él se me sentía como el que vive rodeado de piedras frías con una mirada realista pero perdida. Y de hecho, así vivía. Estaba solo. Huyó para que despertasen, porque al verlos y recordar aquellos momentos en los que una sonrisa inundaba su rostro se le partía el alma en mil pedazos. Una sonrisa que a día de hoy ha desaparecido por completo.
Qué curioso es que somos más felices cuando no sabemos que lo somos.
Tú, que eres un lector con una perspicacia y una inteligencia más que notables te habrás fijado en un detalle. En efecto, ¿Por qué hablo de esta situación como si ya hubiese acabado? ¿Es que ahora nada es así?  Muy equivocado estás si piensas que el acto rebelde del chico sirvió de algo, pues no removió ninguna conciencia. Pero me estoy precipitando.
Volviendo al comienzo, estaba hablando de cuando se fugó de casa. Si te remontas unos párrafos atrás, releerás que se encontraba en una sucursal bancaria. Es curioso que le proporcionase cobijo quien se lo quita a tanta gente. Pues bien, huir no había sido algo premeditado. No tenía planeado nada, ni los días que estaría fuera, ni qué debía llevarse, ni adónde iría. Al salir de casa solo llevaba encima rabia y la ropa que llevaba puesta. Cosas que, como todo el mundo sabe, no son suficientes para sobrevivir durante un largo periodo de tiempo. Hecho un ovillo en el suelo y muerto de frío, su mente sufría el conflicto interno entre la decisión de volver a casa al calor de la estufa o de quedarse allí sufriendo pero en cierto modo peleando por su familia.
No le dio mucho tiempo a plantearse las opciones porque instantes después la puerta se abrió y entraron en el lugar dos personas. Ahora debería de describirlos, pero si digo la verdad mi memoria vaguea en algunos puntos y de ellos solo recuerdo un olor que provocó que su rostro se torciese en una mueca, una ropa que parecía sacada del vertedero -lo cual no me extrañaría- y unas caras con tanta suciedad que cualquiera diría que no se habían lavado nunca. Lo que sucedió a continuación sí que lo recuerdo bien. Como para no recordarlo. Le miraron con extrañeza, pero con esa en concreto con la que se mira a una cucaracha que trepa alegremente por las paredes de tu domicilio. La casa del ejemplo era el banco por las noches, ellos los dueños y él, por si aún no está lo suficientemente claro, la cucaracha. No creo que haga falta que diga qué se hace con las cucarachas, pero ellos lo intentaron. Se aproximaron a él con los brazos extendidos hacia abajo, lo cual me recordó a la postura que adoptaría yo con una zapatilla en la mano para exterminar al parásito. Él se hallaba en la esquina, por lo que no les fue difícil acorralarle. Estaba a su merced.
Ahora hago una pequeña pausa para no poner en duda la valentía y el arrojo que tú desbordas y con los que sin duda te hubieses arrojado sobre ellos para inmovilizarlos con las más variadas técnicas de artes marciales. Pero por desgracia ni aquello era una película, ni él sabía artes marciales, ni estabas tú allí para defenderle. Tras unos minutos de forcejeo en los que los hombres demostraron que ellos estaban mucho más fuertes de lo que aparentaban y él demasiado escuchimizado, acabó en la acera en la que desembocaba la puerta del banco, sin ropa y llorando, enfrentándose al frío con tan solo la ropa interior y su piel como escudo.
Al menos este encontronazo con los vagabundos le ahorró tiempo de preocupación y debate interior sobre quedarse en la calle o volver a casa, dado que salió corriendo y cuando se quiso dar cuenta estaba abriendo con las llaves que su familia esconde en la maceta la cerradura del piso. El miedo decidió por él y se prometió a sí mismo que sería la última vez que lo hacía. Como tantas otras veces en su vida, cometía el error de hacer promesas que en el fondo sabía que no podría cumplir. Aunque eso, por supuesto, no lo sabía.
Era de madrugada y llevaba horas fuera pero cuando entró de puntillas, cruzó el pasillo, se puso el pijama y se metió en la cama, nadie se enteró. A la mañana siguiente, nadie le preguntó dónde había estado el día anterior. Ni ella, que supongo que tendría cosas mucho más importantes en la cabeza, ni mucho menos él, que parecía que no tenía nada.
Estando en el estado de abatimiento continuo en el que se encontraban los dos, dudo que ni siquiera se diesen cuenta de que faltaba un plato en la mesa. Qué triste es ver que tus esfuerzos no sirven y que todo sigue igual a pesar de tu sacrificio, pensó. Esa es la vez que más cercana ha sentido la definición de  impotencia, cuando tumbado en la cama a la mañana siguiente vio, mientras se hacía el dormido, cómo su madre subía las persianas de la habitación sin un ápice de preocupación en su rostro. Entonces abrazó la almohada bajo las sábanas. Y es que abrazar a algo que no tiene brazos es poco, sí.
Pero es mejor que nada.

Por Alejandro Berraquero, a 2015, en hastaquesecolapselainspiracion.blogspot.com

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