Breve sinopsis del proyecto:
Tal y como os conté hace un par de días en un comunicado, este es el primer prólogo de los dos que van a copar este Blog las próximas semanas. Este libro consiste, aunque estas líneas quizás no lo reflejen, en una crítica a Internet y las redes sociales, basándose en los cuatro grandes problemas que yo les veo: Acoso, Caos, Relaciones y Abstracción. No voy a explicarlos para no desvelar demasiado, pero sí diré que el título es una gran pista sobre la estructura de la obra, la cuál estará protagonizada por cuatro protagonistas distintos, todos enlazados y relacionados entre sí, que representan los problemas antes mencionados. Y todo eso, sin que haya "cortes de cámara" ni "cambios de plano" en la acción. Original, arriesgado y difícil de conseguir. O al menos, eso creo yo.
La ilustración corre a cargo de Raquel Galante.
La ilustración corre a cargo de Raquel Galante.
Ya sabéis que vuestras opiniones e interacciones deciden en qué proyecto me centro. Espero que os guste, un abrazo.
Ilustración para Plano Secuencia, por Raquel Galante |
Prólogo
Era
de noche. O quizás de día. Puede que estuviese lloviendo fuera o que el sol se
impusiese entre las nubes. Tal vez se había producido el tan vaticinado fin del
mundo o a lo mejor todo seguía siendo tan escandalosamente absurdo como
siempre, pero él no lo sabía ni lo quería saber. Le daba igual. Abrazado a la
almohada con el silencio como amigo sólo quería olvidarlo todo, volver atrás en
el tiempo, ser de nuevo ese niño que contaba su edad con los años y los meses,
presumiendo de vejez, esperando crecer para ser tan increíble como su actor,
futbolista o famoso de turno favorito. Esperando ser algo que, mientras lloraba
desconsolado en la cama, creía que nunca llegaría a ser.
No
todos los sueños se hacen realidad, supongo.
Su
rutina era la angustia, lo cual le motivaba a querer salir de allí y escapar, pero
cuando escapó solo lo hizo hasta el cuarto de baño para cambiar el abrazo
silencioso de la almohada por el sonido de las pastillas en el interior de un
bote de plástico adornado con una pegatina que, entre otras cosas, decía que
esos barbitúricos debían mantenerse alejados del alcance de los niños.
Pero
él ya no era un niño, ¿o sí?
Aunque
suicidarse sea un acto cobarde solo pueden llevarlo a cabo aquellos que son lo
suficientemente valientes. Qué incongruencia, pensó. ¿Él era un valiente o un
cobarde? Quizás ninguna de las dos cosas. Miró el recipiente relleno de esas
píldoras que en solitario podían curar un dolor, pero que aliándose mataban. Él
ya no podía más, quería irse, dejarlo todo atrás, e ingerirlas era su billete
hacía otra realidad. Pero solo de ida. Desenroscó la tapa y alzó el brazo, pero
justo cuando estaba llevándose el envase a la boca recordó que todo suicida
debía de escribir una carta de despedida. Era como un acuerdo tácito con Dios,
un trato no escrito en el que para abandonar el mundo debía de redactarse una
nota explicando el porqué de la marcha. Eso en el hipotético caso de que ese
Dios del que todo el mundo habla realmente exista.
Él
había escrito mucho en sus horas de desesperación. Lo hacía para desahogarse,
como si así los problemas que estaban grabados en papel desapareciesen.
Escribía lo que sentía, hacía una bola de papel con ello y lo tiraba a la
papelera. Aquello era como una válvula de escape que le ayudaba a seguir
adelante cuando todo iba mal. Hacerlo fue un consejo de... y se detiene. Aún le
duele pensar su nombre y recordar que ya no está. ¿Si ella supiese cuanto la
echaba de menos, volvería?
Pero,
entre lágrimas, se susurró así mismo la respuesta.
Entonces
se acercó a la mesa, empuñó un bolígrafo y se dispuso a sumirse en el folio
pensando que aquella sería la última vez que se desahogaría de esa manera.
Pensando,
mientras veía cómo la tinta se esparcía por la blanca superficie, que su letra
moriría con él, pero sus palabras no.
Plano Secuencia
Su
nombre, el lugar en el que ocurren estos hechos, las fechas en las que suceden
y el resto de detalles relacionados con eso del espacio y el tiempo no afectan
mucho, por no decir nada, al transcurso de la historia. Si te los dijese los
olvidarías poco después de leer esto, así que ¿Para qué molestarme inventándome
un nombre, una fecha y una ciudad? Lo que realmente importa es el grito
desesperado que esconden estas palabras.
Porque
todo esto te está gritando.
Quizás
algo que sí debas saber es que vive en plena crisis económica, aunque de eso ya
te darás cuenta tú mismo a lo largo de estas páginas. Te adelanto desde ya que
es una historia triste con un final triste. Pero que eso no te desanime, al fin
y al cabo todas las vidas son unas tragicomedias, ¿No?
Llevaba
viviendo en la calle, sin techo, un día. Bueno, siendo sinceros tan sólo unas
horas pero en su defensa alegaré que habían sido las más largas de su vida, o
al menos así se le antojaron. Podría inventarme una fantasiosa aventura para
hacer el relato más emocionante, pero solo tenía -y de hecho tiene- dieciséis
años. No estaba en ninguna cueva en busca de un mágico tesoro ni bajo la
persecución de una mafia. La triste realidad era que se había fugado de casa. Y
digo triste porque hasta a mí me da pena que se hubiese visto obligado a tomar
la determinación de huir de su propio hogar como si se tratase de una cárcel.
¿Que
por qué lo hizo? Eso se preguntaba él mientras soplaba dentro del hueco que
formaban sus manos intentando inducirles calor bajo el cobijo de la entrada de
una sucursal bancaria. Pero es una pregunta retórica de la que ya sabía la
respuesta.
Llevaba
toda la vida leyendo toda clase de libros y en todos aquellos en los que el
protagonista se escapa de casa es, o bien para cumplir un sueño, o bien para
alejarse de la presión que sus padres ejercen sobre él y las peleas que eso
conlleva. Él no intentaba ser original ni nada por el estilo, pero había
abandonado la calidez del abrazo familiar simplemente porque no existía. Ni
familia, ni abrazo. Nada.
Su
padre estudió derecho y desde pequeño fue excesivamente ambicioso a la vez que
trabajador, por lo que apenas pasaba tiempo en casa y cuando lo pasaba no salía
de su despacho. Digamos, por decirlo de algún modo, que su trabajo era su vida.
Y cuando le despidieron, si seguimos usando esta acertada metáfora, murió.
Si
abrimos el diccionario y buscamos la definición de morir, la primera acepción
nos dice simplemente que es dejar de vivir, y la segunda afirma que es la
finalización o extinción de algo por completo. Haciendo caso a esto, su padre
falleció el día en el que le entregaron la carta de despido del bufete,
demostrando que para dejar de vivir no siempre es necesario dejar de respirar. Cayó
en una depresión constante y dejó de ser él. Tampoco es que antes fuese la
alegría personificada, pero su sonrisa dejó de existir como tal. En lugar de
esforzarse por encontrar trabajo o futuro, se encerró en su cuarto a sentirse
un fracasado, contagiándoles ese sentimiento a los demás habitantes de la casa.
Ya
que he hablado de su padre me veo obligado a hablar de su madre. Pero, ¿Cómo
explicar cómo es ella? Imagínate por un momento una pequeña flor, da igual, la
que sea, movida a merced del viento hacia un lado y hacia otro. Para que te sea
más visual y sencillo, una rosa roja con un tallo verde que aparenta firmeza al
estar protegido por multitud de espinas pero que es presa fácil de los embates
de la violenta brisa. Pues esa sería una descripción perfecta de su madre. Una
mujer que aparentaba una firmeza que se resquebrajó en mil pedazos al sentir
los azotes de la situación en la que se encontraban.
Ella
desde el principio fue una mujer débil, pero lo supo enmascarar bien. A pesar
de mojarse en medio de la tormenta, la aguantaba con su hijo agarrado a su
tronco. Ella le quería, pero él sabía que sola no podía tirar del carro al que
su padre y él estaban subidos. Algún día, si su padre no despertaba, se le
acabarían las energías, o lo que viene a ser lo mismo, el dinero. Cuando
llegasen a ese punto no quería ni pensar qué pasaría, y quizás por eso sentía
la necesidad imperante de hacer algo. Tras el despido de su marido, su oficio a
cargo de su propia confitería de barrio se convirtió en su esperanza, ya que
era lo que les mantenía a los tres. Porque aunque su padre no viviese, sí se
alimentaba.
Curiosa
forma de morir la suya.
Cada
día al volver del colegio almorzaba, y tras un tiempo muy limitado de descanso se
dirigía a la tienda a sustituir a su madre por la tarde, para que ella se
ocupase de los quehaceres de la casa. La confitería consistía en un pequeño
habitáculo delimitado del resto del mundo por cuatro pequeñas paredes
construidas a base de ladrillo y cemento además de por un techo de metal. Para
atender a los clientes había una persiana metálica que se bajaba cuando el
establecimiento, por llamarlo de algún modo, estaba cerrado. En su interior,
aparte de los productos a la venta tan solo había espacio para una silla un
tanto incómoda, -y, en este caso-, su mochila y él. Ese era su lugar de estudio
y ensoñaciones, quizás con más intensidad lo segundo ya que en los periodos
-generalmente largos- de tiempo en los que ningún cliente interrumpía sus
pensamientos se dedicaba a fantasear con un futuro un tanto utópico que sabía
que nunca llegaría a suceder.
Al
fin y al cabo, de ilusiones se vive. ¿No?
Pero
no quiero desviarme del tema. Se fue de casa para llamar la atención. Fue un
grito desesperado de socorro a dos personas que llevaban demasiado tiempo
haciéndose las sordas. A su padre -que con su estado vegetativo permanente no
hacía más que demostrar que su trabajo siempre le importó más que su familia- y
a su madre -que aunque seguía moviéndose y llevando a cabo ese universal
instinto de supervivencia del que gozamos los seres vivos, no era más que un
fantasma, una sombra de la mujer que solía ser-. En esos momentos, él se me sentía
como el que vive rodeado de piedras frías con una mirada realista pero perdida.
Y de hecho, así vivía. Estaba solo. Huyó para que despertasen, porque al verlos
y recordar aquellos momentos en los que una sonrisa inundaba su rostro se le
partía el alma en mil pedazos. Una sonrisa que a día de hoy ha desaparecido por
completo.
Qué
curioso es que somos más felices cuando no sabemos que lo somos.
Tú,
que eres un lector con una perspicacia y una inteligencia más que notables te
habrás fijado en un detalle. En efecto, ¿Por qué hablo de esta situación como
si ya hubiese acabado? ¿Es que ahora nada es así? Muy equivocado estás si piensas que el acto
rebelde del chico sirvió de algo, pues no removió ninguna conciencia. Pero me
estoy precipitando.
Volviendo
al comienzo, estaba hablando de cuando se fugó de casa. Si te remontas unos
párrafos atrás, releerás que se encontraba en una sucursal bancaria. Es curioso
que le proporcionase cobijo quien se lo quita a tanta gente. Pues bien, huir no
había sido algo premeditado. No tenía planeado nada, ni los días que estaría
fuera, ni qué debía llevarse, ni adónde iría. Al salir de casa solo llevaba
encima rabia y la ropa que llevaba puesta. Cosas que, como todo el mundo sabe,
no son suficientes para sobrevivir durante un largo periodo de tiempo. Hecho un
ovillo en el suelo y muerto de frío, su mente sufría el conflicto interno entre
la decisión de volver a casa al calor de la estufa o de quedarse allí sufriendo
pero en cierto modo peleando por su familia.
No
le dio mucho tiempo a plantearse las opciones porque instantes después la
puerta se abrió y entraron en el lugar dos personas. Ahora debería de
describirlos, pero si digo la verdad mi memoria vaguea en algunos puntos y de
ellos solo recuerdo un olor que provocó que su rostro se torciese en una mueca,
una ropa que parecía sacada del vertedero -lo cual no me extrañaría- y unas
caras con tanta suciedad que cualquiera diría que no se habían lavado nunca. Lo
que sucedió a continuación sí que lo recuerdo bien. Como para no recordarlo. Le
miraron con extrañeza, pero con esa en concreto con la que se mira a una
cucaracha que trepa alegremente por las paredes de tu domicilio. La casa del
ejemplo era el banco por las noches, ellos los dueños y él, por si aún no está
lo suficientemente claro, la cucaracha. No creo que haga falta que diga qué se
hace con las cucarachas, pero ellos lo intentaron. Se aproximaron a él con los
brazos extendidos hacia abajo, lo cual me recordó a la postura que adoptaría yo
con una zapatilla en la mano para exterminar al parásito. Él se hallaba en la
esquina, por lo que no les fue difícil acorralarle. Estaba a su merced.
Ahora
hago una pequeña pausa para no poner en duda la valentía y el arrojo que tú
desbordas y con los que sin duda te hubieses arrojado sobre ellos para
inmovilizarlos con las más variadas técnicas de artes marciales. Pero por
desgracia ni aquello era una película, ni él sabía artes marciales, ni estabas
tú allí para defenderle. Tras unos minutos de forcejeo en los que los hombres
demostraron que ellos estaban mucho más fuertes de lo que aparentaban y él
demasiado escuchimizado, acabó en la acera en la que desembocaba la puerta del
banco, sin ropa y llorando, enfrentándose al frío con tan solo la ropa interior
y su piel como escudo.
Al
menos este encontronazo con los vagabundos le ahorró tiempo de preocupación y
debate interior sobre quedarse en la calle o volver a casa, dado que salió
corriendo y cuando se quiso dar cuenta estaba abriendo con las llaves que su
familia esconde en la maceta la cerradura del piso. El miedo decidió por él y se
prometió a sí mismo que sería la última vez que lo hacía. Como tantas otras
veces en su vida, cometía el error de hacer promesas que en el fondo sabía que
no podría cumplir. Aunque eso, por supuesto, no lo sabía.
Era
de madrugada y llevaba horas fuera pero cuando entró de puntillas, cruzó el
pasillo, se puso el pijama y se metió en la cama, nadie se enteró. A la mañana
siguiente, nadie le preguntó dónde había estado el día anterior. Ni ella, que
supongo que tendría cosas mucho más importantes en la cabeza, ni mucho menos
él, que parecía que no tenía nada.
Estando
en el estado de abatimiento continuo en el que se encontraban los dos, dudo que
ni siquiera se diesen cuenta de que faltaba un plato en la mesa. Qué triste es
ver que tus esfuerzos no sirven y que todo sigue igual a pesar de tu sacrificio,
pensó. Esa es la vez que más cercana ha sentido la definición de impotencia, cuando tumbado en la cama a la
mañana siguiente vio, mientras se hacía el dormido, cómo su madre subía las
persianas de la habitación sin un ápice de preocupación en su rostro. Entonces
abrazó la almohada bajo las sábanas. Y es que abrazar a algo que no tiene brazos es
poco, sí.
Pero es mejor que nada.
Por Alejandro Berraquero, a 2015, en hastaquesecolapselainspiracion.blogspot.com
No hay comentarios:
Publicar un comentario