domingo, 31 de julio de 2016

Intentos

"Yo quería iluminar, pero sólo aprendí a arder".
-Sharif Fernández


Hace justo un año.


No soy un gran escritor, pero esto es lo mejor -literariamente hablando- que he creado en mi vida.
Disfrútalo.

Intentos

Hacía frío. 

¿Sabes a qué me refiero? Escalofríos, espasmos, que el refugio sean las prendas de ropa que llevas puestas. Esas en las que te encoges queriendo conservar el calor. Para ti, para mí o para cualquier otro, las condiciones que había en esa playa no invitarían a acercarse a la orilla. Tanto tú como yo estaríamos tumbados en la arena, no precisamente en primera línea, buscando unos brazos en los que escondernos de la temperatura. Quizás lo único que encontraríamos sería la arena, quizás la toalla o quizás nada. Por suerte, ni tú ni yo estábamos allí aquel día.

Su nombre no importa. ¿Para qué decírtelo, si lo olvidarías enseguida? Era un niño, rodeado de otros chicos de su edad. Sus padres, como los del resto, le habían pedido que no fuese a la playa. Él les había prometido que sólo iría a jugar al parque. Sí, les mintió, pero todos hemos mentido alguna vez con tal de no preocupar a nadie, aunque la víctima del engaño sea alguien que daría la vida por nosotros. Los chicos lo habían hablado muchas veces: “Un día que haya tormenta, hacemos una carrera hasta la boya. A ver quién nada más rápido”. No podemos culparles, las imprudencias son algo genético cuando no somos lo suficientemente mayores como para darnos cuenta de cuál es el riesgo. Aquel día no llovía, pero las nubes se arremolinaban, vistiendo al aire de novia en el cielo. El viento golpeaba todo a su paso, incluso el mar. El agua, embravecida, acometía la costa. Era todo lo que los niños necesitaban.

Sin embargo, como suele ocurrir, las palabras se congelan rápido y se esfuman con la brisa cuando la realidad las abofetea en la cara. Aquellos valientes hombres se transformaron en diminutos críos cuando se pararon frente a las olas. La bandera roja en el puesto del socorrista prohibía el baño. Donde estaban, sus pies casi podían mojarse y aun así no eran capaces de ver esas boyas que el día anterior eran tan visibles. Alguno incluso dijo que podrían haberse hundido. Ninguno quiso desnudarse y correr hacia el horizonte. Todos se quedaron callados, esperando que alguien dijese que se rendía para poder llamarle cobarde y, así, no sentirse culpables. Él, al ver la inmovilidad de sus compañeros, decidió demostrarles a todos que no tenía miedo. Se quitó la camiseta, dejó sus zapatos junto a los rostros asustados de sus amigos y huyó hacia el agua. Al hacerlo, descubrió qué significaba esa expresión que le había oído a su abuela. Estaba calado hasta los huesos. Todos comenzaron a gritarle que no lo hiciera, pero no les oyó. En su mente no había lugar para palabras ajenas. Sólo podía escucharse a sí mismo alentándose a conseguirlo. “No es que la boya esté demasiado lejos, es que no podemos verla con las olas”, se decía. Y así, empezó a nadar.

Dicen que el frío no existe, que en realidad es ausencia de calor. Yo no soy un científico, si los expertos lo afirman no dudo que será verdad, pero él no volvió a sentir un frío así en el resto de su vida. Cuando daba una brazada, la corriente lo empujaba hacia fuera haciendo inútil la mitad de su esfuerzo. Poco a poco, metro a metro, fue viendo cómo no sólo la esperanza de alcanzar su objetivo le abandonaba, sino que sus fuerzas también le dejaban solo. No era capaz de ver nada con la bravura de la marea. No sabía si estaba cerca o lejos de la orilla, a sus ojos no llegaba nada que no fuesen los ataques del agua y su mente estaba bloqueada. Sentía los músculos agarrotados, el corazón latiéndole desbocado y su interior congelándose cada vez más deprisa. ¿Debía rendirse? 

Hasta que no vives la muerte de alguien cercano, no empiezas a comprender qué significa no ser inmortal. Él, siendo tan sólo un niño, desconocía todo aquello. No era estúpido, sabía que si dejaba de nadar y permitía que la corriente se llevase su cuerpo, sufriría. Veía cómo cada vez que su brazo agarraba el agua y la empujaba atrás en su camino, avanzaba menos que en el asalto anterior. Aun así, no quería rendirse. Y de hecho, no lo hizo. Cuando la lancha de los socorristas, que habían sido alertados por sus amigos, llegó hasta donde estaba él, no sólo tuvieron que luchar contra las olas para sacarlo, sino que él también opuso resistencia. No quería fallar, no quería dejar a medias aquello que tanto le había costado. Por desgracia, o tal vez por suerte, no podemos tomar todas las decisiones que afectan a nuestra vida. Sí, él necesitaba ser rescatado, pero quizás habría sido mejor esperar a que fracasase para ponerle fin. Quién sabe. Podría haberlo conseguido.

Es probable que nuestros mayores logros pasen desapercibidos para la gran mayoría, pero no podemos olvidar que lo importante es que nosotros mismos sepamos valorarlos. Él aquel día no alcanzó el éxito. ¿Fue irresponsable? ¿Fue insensato? Es probable. Pero él rehusó creer que era imposible, como todos los demás hicieron. El mar no le dio la razón, es cierto, pero lo intentó. Y eso, aunque él no lo supiese, era todo lo que necesitaba.

Al menos siempre podrá decir que él sí lo intentó. 


30 de julio de 2016.

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