domingo, 31 de agosto de 2014

A Cinco Centímetros del Corazón

Podría empezar esta historia de muchas formas.
Una opción sería comenzarla ahora que estoy sentado en una cama de hospital. Yo por mí me levantaría y me iría a casa, pero el doctor cree que tras una operación como a la que me he tenido que someter, me conviene guardar reposo unos días. Y es que, aunque suene a película, me acaban de extraer una bala del pecho que impactó a cinco centímetros del corazón.

Pero quizás eso sea adelantarse a los acontecimientos y deba describir primero qué sentí cuando vi la mirada del asesino enfocándome a mí con la mirilla de la pistola entre ambos. Bueno, ya que he sacado el tema, sentí miedo. Mucho miedo, seguramente demasiado para el que debe sentir un niño como yo en un día normal.
Si damos más pasos atrás en el tiempo, podría escribir que nada habría ocurrido si mi padre hubiese salido de casa con el depósito lleno de gasolina, cosa que lamentablemente no hizo. Por eso, cuando el coche se detuvo en una calle cualquiera del centro de la ciudad, no pude evitar culpabilizarle de que tuviese que ir andando a una gasolinera dejándome solo en el vehículo.
El problema llegó cuando esos “cinco minutitos” que dijo que tardaría se convirtieron en media hora.
¿Qué por qué no le acompañé? Porque hacía frío, mucho frío, y yo no tenía nada con lo que abrigarme. Por eso me quedé en el supuesto calor que me propiciaba el coche.
¿Qué por qué no tenía nada con lo que abrigarme? Buena pregunta, y quizás por eso mismo el inicio de esta historia esté algo antes de donde yo he propuesto que estaba hasta ahora.
Verás, mis padres se repelen. Sí, lo he escrito bien, son como dos polos opuestos en un imán, como el agua y el aceite. Resumiendo su relación en un simple párrafo, aclararé que están continuamente peleándose. Pero no de cualquier manera, sino de aquella en la que la vajilla roza la cabeza del rival.
Son muy diferentes. A lo mejor por eso mismo es por lo que se quieren tanto.
Pues bien, ese día tuvieron otra de sus discusiones. Fue tan acalorada que él me cogió a mí y me montó en el coche, pretendiendo alejarme de mi madre como castigo. Yo ni lloré ni protesté. Llega un momento en el que te acostumbras y, hagan lo que hagan, permaneces indiferente.
Ahora ya me entiendes mejor, ¿no? Me queda explicarte cómo pasé de estar sólo en el asiento trasero del coche a estar en un quirófano desangrándome.
Fue una de esas veces en las que no quieres verlo pero ya has mirado, en las que cierras los ojos apretando fuertemente los párpados rezando para que se borre de tu memoria. Pero no se borra. Esto sucede cuando ves a un familiar cercano –y, generalmente mucho mayor que tú –en ropa interior o cuando encuentras un vómito en la calle. En mi caso fue cuando vi un asesinato.
Que sí, que sonará a película, pero mientras miraba por la ventanilla en aquel callejón, un hombre con una pistola mataba a otro.
Nunca he oído nada peor que un disparo. Es el miedo hecho sonido, es como una llamada a tu subconsciente para que vaya preparando la película de tu vida, esa que se proyecta en tu último segundo. Es como si el silencio simplemente se rompiese.
No pude evitar lanzar un grito de miedo, de sorpresa, de pánico. No fue muy alto, pero a pesar de que el coche estuviese cerrado, me oyó, porque giró su cabeza directamente hacia mí.
Ése fue el momento en el que vi cómo me apuntaba y cómo mi corazón, imagino que como defensa para ahorrar sangre, se detenía.
Los médicos no paran de decir que tuve mucha suerte. Que si mi padre no hubiese llegado al coche con la gasolina a los dos minutos corriendo como loco asustado por los disparos, estaría muerto. Que si el cristal del parabrisas no hubiese frenado el inexorable avance de la bala, no seguiría respirando. Que si la bala no hubiese impactado a cinco centímetros del corazón, éste no seguiría latiendo.

Así que supongo que a pesar de estar en una cama de hospital tras haber estado a punto de morir, aún debo de dar las gracias a que mi padre no se retrasase, a que alguien inventase el parabrisas y a que el asesino que en ese momento estaba de guardia tuviese tan mala puntería.

Por Alejandro Berraquero a 31 de Agosto en hastaquesecolapselainspiracion.blogspot.com

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