domingo, 17 de agosto de 2014

Mensaje en una Botella

Ha habido un conjunto de relatos que pensaba incluir en el libro, pero que al final se han quedado fuera, bien porque no me convencían de ser lo suficientemente buenos o porque no sabía dónde encajarlos. Este es uno de los que pertenece al segundo grupo. Es, como ya veréis, la cruz de un bloque que pensaba llamarse Magia y que iba a ir sobre el optimismo, pero la Cara me salía muy superficial y simple, así que los he descartado.
El libro, como muchos sabéis, avanza bien. Está casi acabado, me quedan por concretar dos relatos para tener los 32 que formarán el libro. Lo presentaré a un concurso, como ya he explicado en varias ocasiones. Seguramente, no ganaré porque se presentan muchos trabajos y de mucha calidad. En ese caso, lo publicaré por mi cuenta.
Un abrazo a todos, espero que disfrutéis con esto tanto como yo al escribirlo, y gracias por seguir leyéndome y por darle a este Blog las más de 61.500 visitas que tiene (400 en el último mes) a pesar de que llevo meses sin tener la constancia que tenía antes subiendo.
Aquí os dejo este relato, el número 53 del Blog.

Cruz: Mensaje en una botella
Había tenido un mal día.
Me levanté por la mañana con aquello a lo que se le suele llamar “pie izquierdo”. Llegué tarde a la oficina, en la que tuve una jornada dura de trabajo. Al llegar a casa discutí con mi mujer, mi hijo sacó todas las cualidades para ser estúpido que otorga la adolescencia y acabé, aunque suene típico, en la barra de un bar a solas hablando con el camarero al cual no conocía de nada.
En su defensa diré que fui yo el que empezó la conversación.
-Qué asco de vida –dije, con un suave tono de voz.
Bueno, a decir verdad, con las copas que llevaba encima quizás alcé algo el tono y fui un tanto más explícito –incluso llegando a acordarme de los antepasados de una o dos personas –pero a fin de cuentas ese fue el mensaje que le transmití.
Él se sentó frente a mí con una clara postura de oyente, y yo me limité a contarle –de muy malos modos –todo lo que no me gustaba de mi vida, sin omitir la mala jornada que arrastraba.
Cuando me callé, esperó unos segundos antes de hablar. No sé si la bebida que me servía mientras lo decía ayudó, pero su pregunta me dejó en un claro fuera de juego.
-Di la verdad, ¿Cómo te sientes respecto a los demás? ¿Decepcionado o decepcionante?
Boqueé un par de segundos sin decir nada, pero pasada la sorpresa inicial, le respondí con las ideas muy claras.
-Decepcionado. Yo lo doy todo por los demás pero ellos nos dan nada por mí.
Él me miró con un gesto que podría interpretarse como burlón antes de decir:
-Párate a pensar lo que has dicho. ¿Sabes cuántos piensan como tú? Muchos, demasiados, la gran mayoría creen que los demás no les dan todo lo que podrían darles o ellos se merecen recibir. Llegados a ese punto, piensa: Si todos nos sentimos decepcionados, ¿Quién nos decepciona?
Touché. Ese camarero tenía razón; desgraciadamente yo estaba demasiado ciego –de alcohol –como para verlo.
-Vengo aquí con mi dolor y mi mala suerte para beber y olvidarme de todo, para divorciarme de mis sentimientos perdiendo la razón, no para que un niñato como tú me dé consejos sobre la vida.
Él entonces se quedó callado, agachó la cabeza y con un trapo empezó a limpiar la barra.
Si esto fuese una película, ahora aparecería ese típico cartel en el que se indica que han pasado un par de horas desde el último fotograma. En ese periodo de tiempo, el hombre malhumorado y obstinado de antes se convirtió en un lloroso y lamentable borracho.
Qué curioso es hablar de uno mismo en tercera persona.
-¿Por qué no sigues con tus consejitos?
Lo dije en un tono de súplica que aún intentaba sonar sarcástico, pero que acabó siendo sincero.
-Estás perdiendo el tiempo.
Le miré como si no acabase de entenderle muy bien, y de hecho, no lo hacía.
-¿Cómo?
-Verás, un hombre que sabía lo que decía me dijo una vez que si con tu vida no haces mejor la de otra persona, estás perdiendo el tiempo. No importa si lo haces con un favor, una risa o simplemente siendo agradable. Actúa de tal manera que si no estuvieses ahí, la vida de la otra persona sería peor.
No supe qué contestar. Recuerdo que en aquel momento pensé algo así como: “Vaya razón tiene”, pero de una forma un tanto más brusca. En cuanto a qué hice, me limité a asentir y a murmurar un simple:
-Sigue.
Parecía que él pensaba continuar sin necesidad de que le dijese nada.
-Verás, yo vivo acorde a dos máximas.
Le miré con cara de no entender qué quería decir.
-Quiero decir que tengo dos normas, por llamarlas de alguna manera, en mi día a día.
Entonces hice el gesto que correspondería a un “ah”, pero sin vocalizar nada.
-La primera es que hay que pensar bien lo que se dice. Nunca digas algo de lo que puedas arrepentirte, y en segundo lugar, nunca hagas daño sabiendo que lo estás haciendo.
-Pero, ¿Qué dices? Yo no tengo que arrepentirme de nada, ni tampoco le he hecho daño a nadie. ¿Para qué me dices esto?
Él me volvió a mirar con esa expresión burlona.
-¿De verdad crees que cuando has discutido hoy con tu mujer y tu hijo no se han sentido dolidos por lo que les has dicho, que a juzgar por tu aspecto y tu actitud, no ha sido nada bueno? ¿Crees que no deberías de arrepentirte de ello?
Me quedé callado sin saber qué responder. A lo largo de la conversación, la ira que se había apoderado de mí hasta entonces fue desapareciendo poco a poco y quedó reducida a ese miedo que se siente cuando ya no se siente nada. Le iba a decir algo, no recuerdo qué, pero como por arte de magia, toda la escena se volvió negra. Alguien había apagado las luces, o mejor dicho, yo había cerrado los ojos.
Cuando me desperté, estaba en el hospital. Por lo visto, llevaba allí varios días tras haber sufrido un coma etílico. Mi esposa y mi hijo estaban en la sala cuando desperté, y el abrazo que me dieron es algo que no olvidaré.
Cuando me recuperé, me contaron que estuve hablando solo un buen rato en un bar hasta que me dormí en la barra. No fue hasta que fueron a cerrar que no se dieron cuenta de que me había desmayado y de que no podían despertarme.
Una vez oí que el alcohol mata las neuronas de la estupidez, además de las de la tristeza y las de los recuerdos. No sé si es verdad o no, pero lo que sí es cierto es que ese rato que estuve delirando e imaginándome la conversación con aquel camarero, fui más inteligente de lo que había sido en mi vida y eso me cambió por completo. Desde entonces he cuidado más de las personas que me importan y he aprendido a valorar más lo que tengo.
Qué curioso que hasta que no estás a punto de morir, no te das cuenta de lo importante que es vivir.


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