lunes, 13 de octubre de 2014

Capítulo 1: Quién, por qué, cómo, cuándo y dónde


Este es el primer capítulo del segundo libro que estoy escribiendo. En él, se presenta a los cinco personajes principales de la novela: Pablo, Alicia, Isabel, Adolfo y Antonio, de 23, 16, 41, 30 y 55 años respectivamente. Aunque parezca que las pequeñas historias que se van sucediendo en este primer capítulo no tienen relación entre sí, en la que le pone punto y final a este conjunto de párrafos todas acaban teniendo una conexión entre ellas.
Aún no sé si seguiré subiendo los próximos capítulos al Blog o seguiré con los relatos, reservando esta historia para publicarla cuando esté acabada.
Bueno, sin más preámbulos, aquí os dejo lo prometido.
Un abrazo.
Capítulo 1: Quién, por qué, cómo, cuándo y dónde
-Te quiero.
Hay quien dice que no nos damos cuenta de lo absurdos que suenan algunos sentimientos hasta que los decimos en voz alta. Pablo, que había oído algo parecido mucho tiempo atrás, le dio la razón mentalmente a quien fuese que dijo eso mientras miraba fijamente a su novia.
-María, ¿Quieres casarte conmigo?


Eso le sonó aún más absurdo que lo anterior, pero lamentablemente no podía volver atrás. El daño, por decirlo de alguna manera, ya estaba hecho.
Cualquiera que estuviese casualmente en aquel restaurante, podría haber visto a un chaval de unos veintitrés años, moreno de piel y de cabello, con ojos oscuros y una ligera separación entre las paletas que caracterizaban su sonrisa, de rodillas. ¿Qué hacía de rodillas? Tenderle a una chica rubia, de ojos claros y, aunque está feo que yo lo diga, bastante guapa, una pequeña caja que tenía un anillo de pedida dentro.
La chica, que sabemos que se llama María porque el propio Pablo lo dijo, tardaba en contestar. ¿Era por la emoción del momento, por la sorpresa o por ambas cosas? No estaba emocionada pero sí sorprendida, y ahora no sabía qué hacer.
¿Cómo decirle a Pablo que no se quería casar con él?
Ellos se conocieron hace un par de años en la universidad. Allí, de la forma más típica, entre apuntes y horas de estudio, comenzó su relación. Y para qué mentir, al principio les fue bien, pero se graduaron y eso redujo su tiempo en común, lo que les fue distanciando poco a poco. Al final, conoció a otro chico que, no sabemos si por ser algo nuevo o por la emoción que debería de producirle serle infiel a Pablo, le gustó más. Su relación se basaba sólo en encuentros esporádicos en los que los sentimientos pasaban a un segundo plano, por lo que estar con él y con Pablo a la vez era algo compatible. Pablo le daba cariño y la colmaba de atenciones y el otro le otorgaba la chispa y la emoción que ella sentía que necesitaba en su vida. María simplemente se dejaba llevar por la situación, sin preocuparse por lo que pudiese pasar ni, mucho menos, porque Pablo pudiese estar enamorado de ella.
Los segundos se le antojaron minutos a Pablo mientras esperaba la respuesta a su pregunta. Al principio, le parecía normal el gesto de María de sorpresa, de indecisión, de inseguridad, pero conforme iba sintiendo cada vez más atentas las miradas de las personas que comían en las mesas de alrededor, se preocupaba un poco más. Y más. Y más, hasta darse cuenta de que María no quería casarse con él.
El camarero que se dirigía hacia su mesa para servirles los postres, se detuvo en seco al ver la escena en la que medio restaurante seguía atento cómo el chico de rodillas esperaba una respuesta de la chica. Inmediatamente se dio cuenta de cómo estaban las cosas, así que, apiadándose de la situación de Pablo, intervino disimuladamente para romper la tensión del ambiente dejando caer su bandeja y simulando que había sido un accidente.
Toda la sala entonces se giró hacia él, que torpemente empezó a recoger el estropicio. Toda la sala excepto Pablo, que con lágrimas en los ojos bajó la cabeza, guardó la caja en el bolsillo y salió corriendo de allí.
María en cambio, continuó de pie, de piedra, recibiendo las miradas cargadas de antipatía de todo el local. Una antipatía que sin duda merecía, ya que aunque nadie lo sabe, tenía el poco corazón de preocuparse más de que Pablo se hubiese marchado sin pagar, obligándola a ella a asumir la totalidad de la cuenta, que del hecho de que el hombre que la amaba saliese corriendo y llorando, alejándose de ella sin volver la vista atrás.
***
En cuanto el padre de Alicia llegó a casa se dio cuenta de que algo no iba bien.
No había nadie en la entrada, ni en la cocina, ni en el cuarto de estar, ni siquiera en el salón viendo la televisión como era costumbre. No veía ni a su mujer ni a su hija, lo cual era raro ya que su esposa siempre salía a recibirle cuando volvía del trabajo.
La voz entrecortada de Rosario, su mujer, adornada con un matiz de llanto, fue lo que terminó por alarmarle y convencerle de que no sólo nada iba bien, sino de que además todo iba mal. Muy mal.
Subió corriendo las escaleras que llevaban a la planta superior, saltando los escalones de dos en dos como nunca los había saltado. Una vez arriba, el mundo se le vino encima.
Rosario estaba en el suelo, de rodillas, pegada a la puerta del cuarto de baño.
Cuando digo pegada, me refiero a que parecía que quería atravesar la puerta apretándose contra ella, como si eso la hiciese estar más cerca de lo que había dentro: Su hija.
A su marido sólo le hizo falta una milésima de segundo para hacerse cargo de la situación.
-¿Alicia está…?
Lo dijo mientras miraba a su mujer y hacía un gesto refiriéndose a la puerta, como si esas palabras que se quedaban en el aire fuesen una pregunta sobre dónde se encontraba su hija.
Su mujer asintió. Él le hizo un ademán para que se apartase y pegó la oreja a la superficie de madera.
-¿Alicia? Alicia, cariño…
Entonces miró a su mujer, la cual estaba hecha un ovillo en el suelo. Estaba derrotada, hundida. Entonces se fijó mejor en su cara y vio que tenía surcos de lágrimas que ya estaban secos.
Es decir, Alicia llevaba encerrada en el cuarto de baño más tiempo del que él había creído en un principio.
Se alejó de la puerta tomando carrerilla y la embistió con todas sus fuerzas. Las bisagras se resintieron, pero aguantaron el golpe. Repitió la operación un par de veces más. A la cuarta, la puerta cedió y logró entrar en el servicio, en el que se encontró a Alicia, como si se tratase de una muñeca de trapo, inerte en el suelo. En sus muñecas había un reguero de sangre, y en el suelo junto a una de sus manos, había unas tijeras teñidas de rojo.
El cuerpo de Alicia estaba cadavérico, pero no sólo por la palidez que se había apoderado de su piel, sino por su físico en general. Su piel no era más que un fino papel de envoltura para sus huesos, los cuales estaban más cerca de ser órganos externos que internos.
Alicia llevaba meses depresiva, sintiendo que se reían de ella y viéndose imperfecta cada vez que se miraba en el espejo. Alicia padecía anorexia y acaba de intentar suicidarse por ella.
Su padre salió corriendo y llamó a la ambulancia. Esa noche fue un calvario para todos, pero por suerte el intento de suicidio de Alicia se quedó en sólo eso: Un intento.
***
Era de noche. O quizás de día. Puede que estuviese lloviendo fuera o que el sol se impusiese entre las nubes. Tal vez se había producido el tan vaticinado fin del mundo o a lo mejor todo seguía siendo tan escandalosamente absurdo como siempre.
Ella no lo sabía ni lo quería saber. Le daba igual. Abrazada a la almohada con el silencio como amigo, sólo quería olvidarlo todo, volver atrás en el tiempo, ser de nuevo esa niña que contaba su edad con los años y los meses, presumiendo de vejez, esperando crecer para ser tan increíble como su actriz, modelo o famosa de turno favorita.
Esperando ser algo que, mientras lloraba desconsolada en la cama, sabía que nunca llegaría a ser.
No todos los sueños se hacen realidad.
Su rutina era la melancolía, lo cual le motivaba a querer escapar, salir de allí y olvidarlo todo. Pero cuando escapó solo lo hizo hasta el cuarto de baño para cambiar el abrazo silencioso de la almohada por el sonido de las pastillas en el interior de un bote de plástico adornado con una pegatina que, entre otras cosas, decía que esos barbitúricos debían mantenerse alejados del alcance de los niños.
Pero ella ya no era una niña, ¿O sí?
Aunque suicidarse sea un acto cobarde solo pueden llevarlo a cabo aquellos que son lo suficientemente valientes. Qué incongruencia, pensó.
¿Ella era una valiente o una cobarde? Quizás ninguna de las dos cosas.
Miró el recipiente relleno de esas píldoras que en solitario podían curar un dolor, pero que aliándose mataban. Ella ya no podía más, quería irse, dejarlo todo atrás, e ingerirlas era su billete hacía otra realidad. Pero solo de ida.
Isabel estudió derecho y desde pequeña había sido excesivamente ambiciosa a la vez que trabajadora, por lo que apenas pasaba tiempo en casa y cuando lo pasaba no salía de su despacho. Digamos, por decirlo de algún modo, que su trabajo era su vida.
Y cuando la despidieron, si seguimos usando esta acertada metáfora, murió.
Si abrimos el diccionario y buscamos la definición de morir, la primera acepción nos dice simplemente que es dejar de vivir, y la segunda afirma que es la finalización o extinción de algo por completo. Haciendo caso a esto, Isabel falleció el día en el que le entregaron la carta de despido del bufete, demostrando que para dejar de vivir no siempre es necesario dejar de respirar.
Cayó en una depresión constante y dejó de ser ella. Tampoco es que antes fuese la alegría personificada, pero su sonrisa dejó de existir como tal. En lugar de esforzarse por encontrar trabajo o un futuro, se encerró en su cuarto a sentirse una fracasada, contagiándoles ese sentimiento a los demás habitantes de la casa.
Isabel no estaba bien. Nunca fue una persona del todo normal, pero algo se rompió dentro de ella el día que la echaron del trabajo.
Tenía dos hijos, Manuel y Lucía, y un marido llamado Pedro.
Hay quien dice que lo más importante en la vida es la familia. Pedro era una de estas personas, por lo que, al ver el estado de su mujer, en lugar de salir huyendo como habría hecho cualquiera, prefirió quedarse junto a ella y luchar por su familia.
Cuando ese día abrió la puerta del cuarto de baño y vio a su mujer inclinando el bote de pastillas, se dio cuenta de que debería de haber sido egoísta y no haber luchado tanto por ella. Y es que a veces el egoísmo es la única forma de ser feliz.
Entró justo a tiempo para empujarle la mano y que no ocurriese una desgracia.
Sin embargo, desde aquel día, Pedro vivía mucho más intranquilo.
***
-Por favor… por favor…
Adolfo está borracho.
Otra vez.
Mercedes está en el suelo, tras recibir el primer puñetazo, suplicando para que no le den el segundo.
Otra vez.
Su bebé, aún por nacer, se acurruca inconscientemente aún más si cabe en el interior de su madre.
Otra vez.
Cuando Mercedes conoció a Adolfo, todo era muy distinto. Tan distinto, que él llevaba meses sin beber. Había cambiado el alcohol por lo chicles de menta. Sin embargo los años habían pasado, se habían ido a vivir juntos, empezaron las peleas, las discusiones… Luego ella se quedó embarazada, y volvieron a su cuento de hadas. Pero eso les duró poco. Pasadas unas semanas, los gritos volvieron a ser una banda sonora habitual en su pequeño piso.
Hasta que un día, Adolfo no pudo más y se fue de casa.
Al volver, no era el mismo. Su mente iba en círculos, y cuando Mercedes le echó en cara que venía tarde y ebrio, él le pego.
Desde entonces, esa fue su rutina.
Ahora ella está a sus pies, rogándole para que no continúe. Él, sin embargo, no quiere ser consciente de lo que está haciendo, y no para. Está ciego, tanto de sentidos, como de corazón.
Pero sin embargo, la ceguera desaparece cuando tras uno de los múltiples golpes que le ha propinado a Mercedes, aparece un reguero de sangre de su pelvis.
No sabe qué hacer, ella ha perdido el conocimiento, y a él la cabeza le da tantas vueltas que, al final, acaba cayendo redondo.
Días después, Adolfo se despierta en el hospital. Ha estado a punto de caer en un coma etílico, del que sólo la suerte le ha salvado.
Cuando al fin le dan el alta, corre hacia su casa, en la que sólo encuentra el vacío.
Mercedes se ha ido, y él se ha quedado a solas con su ceguera.
***
-Hoy puede ser un gran día, plantéatelo así….
Antonio está canturreando en el cuarto de baño mientras se prepara para ir al trabajo.
Es un hombre de unos cincuenta años, en el que los síntomas de la edad ya se empiezan a vislumbrar en las canas de su cabello. Es, como su mujer dice, un caballero de los que ya no quedan. Alto, de ojos verdes y mirada profunda, con una educación y una forma de expresarse que demuestran, en tan sólo un diálogo con él, su inteligencia. Pero sobre todo era humilde.
Podría haber sido escritor o periodista, y habría sido bueno, quizás incluso famoso. Sin embargo, le encantaban los jóvenes, por lo que estudió magisterio.
Su mujer, María José, le miraba con amor desde el marco de la puerta. Tras toda una vida juntos, ¿Cómo le iba a mirar si no? Le amaba, sí, pero también le admiraba y respetaba. Y eso, aunque muchos se nieguen en verlo, es algo fundamental en una relación.
Ella siempre decía que Antonio estaba en ese delgado equilibrio entre ser bueno y ser inteligente. Es decir, era un encanto de hombre, bueno a más no poder, sí, pero también era horrorosamente inteligente.
Y como ella decía, todo un caballero de los que ya no quedan.
Era la felicidad en estado puro. Y es que él creía que la felicidad no consistía en tener dinero, sino en no quererlo. Como él decía, había conseguido todo lo que necesitaba. Una mujer que le amase, un trabajo honrado y una humilde morada. Era el ejemplo perfecto de que para ser feliz, sólo hay que intentar preocuparse lo menos posible por las cosas que realmente no tenían la menor importancia.
-Cariño, anoche tuve una idea.
Ella miró con interés el reflejo de su marido, que se abotonaba la camisa mientras la miraba a través del espejo.
-Ya vi que tardaste en dormirte… ¿Qué se te ha ocurrido?
Él se giró entonces y sus ojos verdes relampaguearon ilusionados.
-Voy a montar un grupo de apoyo.
Ella le miro sin comprenderle del todo.
-¿Un grupo de apoyo?
Él la cogió de los hombros y la zarandeó un poco, queriendo transmitirle su entusiasmo.
-¡Sí! ¡Pero no un grupo de apoyo cualquiera!
Ella se apartó un poco de él e intentó que se calmase un poco.
-Vamos a ver, Antonio, ¿Te vas a explicar bien?
Y él le contó todo.
Hace una semana, en una librería, tuvo la casualidad de encontrarse con un antiguo compañero de la facultad. Le vio deprimido, y tras insistirle un poco le contó qué le sucedía.
Al parecer, su hijo Pablo estaba depresivo, sin querer salir de casa. Llevaba así semanas, no quería ni ver la luz del sol. Por lo visto, le pidió matrimonio a su novia en medio de un restaurante, y ésta le dijo que no.
Su padre estaba desconsolado. Afirmaba que no sabía qué hacer para ayudarle, y eso le destrozaba.
Pero no era sólo eso lo que le preocupaba. Un amigo suyo, del que no iba a decir el nombre porque le había contado a él eso en confianza, tenía problemas con su mujer. Ella tenía un trastorno grave de la personalidad y había intentado suicidarse. Él, al ser muy empático, vivía preocupado por su amigo y eso le hacía estar aún más triste.
Antonio olvidó ese encuentro, pero volvió a su mente el día anterior, cuando recibió una llamada del padre de una de sus alumnas, diciéndole que su hija no podría ir la próxima semana a clase. Cuando el profesor le preguntó el motivo, él, entre lágrimas, dijo que estaba ingresada en el hospital tras un intento de suicido.
Por si esto fuese poco, volviendo a casa tras su paseo en el que ve anochecer en un mirador cercano a su casa, se encontró con un hombre tirado en medio de la calle, llorando. Antonio se acercó a él y le preguntó que le pasaba. Le dijo que se llamaba Adolfo, y le contó sus problemas con la bebida y el abandono de su mujer. Él le invitó a un refresco en un bar cercano y estuvieron hablando. Al final, intercambiaron números y prometieron volverse a ver. Sin embargo, este suceso sumado a los anteriores, le hizo pensar que hay demasiadas personas perdidas y sin rumbo, personas que respiran pero que no saben vivir.
¿Podía él enseñar algo que no fuese una simple asignatura?
¿Podía él enseñarle a alguien a vivir?
-Quiero unirlos a todos y enseñarles lo bonita que es la vida. No quiero que sea el típico círculo de sillas en el que cada uno cuenta lo negro que ve su futuro. Quiero que luchen por vivir.
Y, mientras veía cómo en la boca de su mujer se formaba una sonrisa de orgullo, se dijo que no sólo lo iba a hacer, sino que lo iba a conseguir.
Y esta es su historia.

1 comentario:

  1. Muy increíble, lo único que has puesto la pegó y no es correcto. Sigues mejorando

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