domingo, 8 de mayo de 2016

DesArte

“Me ajusto a la vida pero la vida no es justa”
-Rafael Lechowski


Club Nazaret. 6 de Junio de 2015.


En el título pone desarte. Es una palabra que no existe, no la busques en el diccionario. Tampoco te eches las manos a la cabeza. He pretendido jugar un poco con el lenguaje uniendo el prefijo “des” y la palabra “arte”. Quizás al leerlo la primera vez has creído entender “desastre”, pero no te preocupes. En cuanto a significado, son lo mismo. 
Para todo aquel que no lo sepa, soy de una ciudad de la provincia de Cádiz llamada Jerez de la Frontera. Dicha localidad tiene muchas cosas buenas, entre ellas su incontable cantidad de artistas –músicos, poetas, pintores, etcétera –un vino exquisito con reconocimiento a nivel internacional, el campeonato del mundo de motociclismo y una gran tradición con el mundo del caballo. Además, cuenta con una de las mejores ferias del país, la cual ha estado siendo celebrada durante esta semana. Sin embargo, estos días su nombre no ha sonado por nada de eso. Si has oído hablar de ella en las últimas horas en los medios de comunicación y/o en las redes sociales, supongo que adivinarás de qué va esto.
Un abrazo.

DesArte

José Tomás no ve nada. Está encerrado. No entiende muy bien qué está pasando, pero ahí está él, siendo comido por el miedo. No sabe cómo ha llegado a ese habitáculo negro y frío. En su memoria se arremolinan imágenes en las que se ve a sí mismo siendo atado y soportando el peso de sacos de arena en el cuello. Él, mientras sufría, les gritaba a sus captores.

-¿¡Qué estáis haciendo!? ¡¿Por qué hacéis esto?! ¡¡Socorro!! ¡¡Yo no he hecho nada!!
Quizás te esperabas el típico diálogo de las películas en las que el secuestrador le dice al pobre desesperado que no se esfuerce, que nadie le oye. Sin embargo, José Tomás sólo recibió el peor de los silencios, ese que cae como una lápida en la esperanza. 
También le han pegado en los testículos y en los riñones repetidas veces. Más de una vez, ante los embistes, ha estado a punto de caer inconsciente. Antes os dije que no ve nada, pero no es porque le hayan tapado los ojos o porque no haya luz, sino porque le han untado algo raro en los ojos. No sabe qué es, pero tampoco puede quitárselo. Está maniatado. Si fueses capaz de ver en la plena oscuridad que le envuelve, podrías ver que está pegado a la pared, hecho un ovillo, acurrucado. No puede ponerse de pie. No porque no quiera sino porque pisar le duele. Cada vez que anda, siente cómo las palmas de los pies le queman. 
En la habitación sólo se oye su respiración. Agitada, fuerte, nerviosa. Tiene algo en la nariz que le impide respirar. No sabe qué es, pero hace tiempo que renunció a saberlo. Ahora respira por la boca, sintiendo cómo el aire frío le escuece en la garganta. Sin embargo, ahí en el suelo, habiendo sido apaleado y torturado, en su mente no hay hueco para el dolor. Sólo caben preguntas. ¿Cómo ha llegado hasta ahí? Y lo que es peor, ¿Qué le va a pasar ahora?
Mirando hacia atrás, José Tomás era una persona normal y corriente. No tenía enemigos, ni un trabajo que provocase antipatía. Era un simple contable en una empresa de electrodomésticos. Ni siquiera ganaba mucho dinero, ni era un tipo con ambiciones. Lo único que quería era una casa, comida todos los días y un trabajo estable. Como todo el mundo, tenía aficiones: Le gustaba salir a correr. Tampoco era un profesional, pero le hacía feliz ir cada tarde a cualquier rincón de su ciudad a trote y perderse un poco del ruido. No estaba casado ni tenía pareja. No es que fuese alguien antisocial, sino que la vida le había dado muchos palos en ese aspecto. A lo mejor el mundo no era de color rosa y él era daltónico, pero era feliz. Leía buenos libros, veía aclamadas películas y, de vez en cuando, salía con sus amigos a tomarse una copa. No tenía con quién compartirse a diario, pero no todo el mundo lo necesita.
Todo acabó hace unos días. Salió a correr, dentro de su rutina, como cualquier martes. Al doblar la esquina de una calle poco transitada, perdió el conocimiento. No fue así como así, por las buenas, de eso está seguro, pero desconoce qué pudo pasar. Lo siguiente que vio al despertarse fue el negro puro que hay en la ausencia de luz. Hasta que no entraron sus secuestradores, no supo si había tenido los ojos cerrados o abiertos durante todo el tiempo. No pudo ver cómo eran. La luz le resultó tan cegadora que su cerebro le obligó a apretar fuertemente los párpados. Ese fue el momento en el que le torturaron. 
Han pasado varias horas. Desde hace unos minutos, no sabría decir cuántos, ha empezado a escuchar gritos. No sabe si son de júbilo o de miedo. No es capaz de distinguirlo. Sólo puede acurrucarse todo lo que le permite su cuerpo y dejar que el miedo se apodere de él más y más, hasta que su ser, su razón, desaparece. No sabe si está mirando el techo, pero si lo hiciese éste le devolvería una mirada con más vida que la suya. Poco a poco, ha dejado de ser un hombre. Sólo quiere respirar profundamente, correr y ver la luz del sol. Sólo quiere ser libre.
Cuando al fin se abre la puerta, no cabe en sí. Empieza a agitarse en el suelo mientras sus captores le ponen de pie. Le están escoltando. A tientas, les sigue, intentando zafarse de ellos. Los gritos se hacen cada vez más audibles, hasta que resultan ensordecedores. Va a morir. Lo sabe. Ya no hay duda, los gritos que oye son de pánico, de auxilio. Él también empieza a gritar. Hacía tanto tiempo que no se oía que le asustó no reconocer su propia voz. Estaba ronca, como resultado de tantas horas respirando por la boca. Aun así, podía oírse a sí mismo, y si él podía, otros podrían hacerlo.
-¡¡Socorro!! ¡Socorro!!
Entonces, se le ocurrió que quizás estaba en otro país, y comenzó a pedir ayuda en todos los idiomas que se le ocurrieron. No era un experto en lenguaje, por lo que su abanico no fue muy amplio.
-¡¡Help!! ¡¡Help!!
Como te digo, no fue muy amplio.
Todo el recorrido estuvo iluminado por unas pequeñas bombillas de bajo consumo que estaban colgadas del techo. Él no lo sabía. Sólo era capaz de ver la claridad, dado que la sustancia que tenía en los ojos le impedía distinguir nada más. Todo el camino estuvo guiado por potentes pinzas que le impedían escapar, así como por una cuerda alrededor del cuello que tiraba de él, para que no se detuviese. Cuando creía que aquel paseo no iba a terminar nunca, sintió cómo una luz aún más potente que la anterior le bañaba la cara. “Quizás he muerto, y esta es la luz al final del túnel”, pensó. También sintió cómo el aire era nuevo, de la calle. Los gritos eran mucho más fuertes que antes. Ya no podían sonar más atronadores. Sintió cómo las pinzas que le agarraban le soltaban y la soga en torno a su pescuezo desaparecía. Era libre. A tientas, comenzó a andar hacia delante. Tardó un poco, pero finalmente empezó a distinguir figuras. A su alrededor no había nada, sólo un muro que se extendía circularmente, encerrándole. Comenzó a correr hacia él, queriendo escalarlo o buscar una fisura. Cada pisada era más corta que la anterior. Tenía la impresión de estar caminando sobre brasas. A su mente acudieron recuerdos de películas en los que los gladiadores luchaban en un coliseo. ¿Estaría él en una arena de combate?
No quiso averiguarlo. Cuando llegó al muro, saltó queriendo aferrarse al borde, pero estaba tan alto que no podía ni verlo. Comenzó a correr a la linde del muro, buscando una fisura. Tras una vuelta completa, descubrió que estaba perfectamente sellado. No había escapatoria. Se giró hacia el centro del círculo y por primera vez distinguió una silueta. Tenía una especie de bandera en la mano. Su mente comenzó a desvariar. La silueta agitaba la bandera, como invitándole a cogerla. Dándolo todo por perdido, corrió hacia ella, pero cuando estuvo a punto de alcanzarla, ésta se movió, escapándosele entre los dedos. Los gritos aumentaron. Así que de eso se trataba, ¿No? Tenía que agarrar la bandera. Si la agarraba, ganaría y sería libre. Libre. Libre. Libre.
Aunque no lo sabía, le quedaban veinte minutos de vida. Estaba sentenciado. José Tomás nunca logró alcanzar la bandera. Mientras lo intentó, fue recibiendo golpes y cortes en la espalda, hasta que la silueta acabó clavándole una espada en la aorta, provocándole la muerte.
Si hubiese podido ver, habría visto cómo cientos de toros aplaudían en las gradas viendo cómo le masacraban. Si hubiese podido ver, habría visto cómo un toro erguido sobre sus dos patas traseras paseaba una muletilla que él confundió con una bandera de libertad. Si hubiese podido ver, habría visto cómo los labios de los asistentes y de los televidentes, formaban la palabra “arte” al ver cómo sufría. Si José Tomás hubiese podido ver, habría visto cómo los toros habían “evolucionado” al igual que millones de años antes lo hicieron los monos. Él había sido el primero en ser sacrificado, pero por alguien tenía que empezar la tradición milenaria.
Los toros habían inventado las “corridas de humanos”.
Al menos José Tomás había muerto entre aplausos.



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