“Soy Guevara en Bolivia, que no se esconde,
Gritando: ¡Dispara cobarde! Sólo vas a matar a un hombre.”
-Ricardo Romero (Nega)
Una historia sin porqué, porque sí. Basada -más o menos hasta la mitad -en hechos reales.
Llamadas
A veces no cogían el teléfono.
No es que no se enterasen, que se enteraban. Es que
no conocían el número. Otras veces, sabiendo que la llamada no es para ellos
sino para alguien ausente, no se molestaban en descolgar y decir: “No está,
luego te llama”. Preferían escucharlo sonar un tiempo a tener que aguantar la
tediosa tarea de intercambiar palabras con desconocidos.
Sin embargo, aquella vez fue distinto. Al ver el
número que aparecía en el identificador de llamadas, el cabeza de familia se
apresuró a responder, extrañado. No todos los días le llamaban a esas horas,
debía ser importante. Pensó en algún asunto urgente del trabajo. Lo que de
ninguna manera se esperaba es que al otro lado de la línea estuviese un
policía.
-¿Hola?
-Buenas noches, ¿Es Antonio Peña?
-Sí, ¿Quién es?
-Hola Antonio, mira, te explico. Es que he quedado
con tu hermano Juan Luis en su casa, pero llevo un rato llamándole al móvil y
al telefonillo y no contesta. El problema no es ese, sino que desde aquí en la
calle donde estoy se ve luz arriba. Me he preocupado, y antes de hacer nada
importante, he buscado el número de algún familiar en la base de datos de la
policía y te he llamado. Sé que es raro, pero no sé qué hacer. ¿Puedes tú
intentar contactar con él?
Juan Luis era sastre. Tenía un pequeño taller en su
propia casa, y allí es donde iban los clientes. Él tomaba las medidas, compraba
las telas, cosía y realizaba todo el trabajo. Antonio era su hermano, que
estaba sentado tranquilo en el sofá de su casa viendo una película con su
familia. Tras la llamada, el adjetivo tranquilo se esfumó.
-¿Cómo, cómo, cómo? ¿Qué habías quedado con él?
¿Policía?
El hombre al otro extremo de la línea carraspeó
antes de seguir dando explicaciones.
-Sé que puede sonar extraño. Mira, yo he quedado con
tu hermano para un traje que me está haciendo. Es tan tarde porque es cuando
tengo un hueco libre en el trabajo. Pero no me contesta y hay luz en casa. Lo
que he hecho no es muy apropiado, lo de buscar tu teléfono, pero no quiero que
todo sea una falsa alarma.
Antonio empezó a entender qué pasaba. Era extraño,
sí, pero plausible.
-Voy a intentar ponerme en contacto con él. Te
devuelvo la llamada en un rato.
-Vale, te espero.
Una vez finalizó la conversación, Antonio marcó el
número de su hermano y esperó hasta que saltó el contestador. Era cierto, su
hermano no respondía. Buscó en la agenda a su hermana, y la llamó. Lo hizo
fuera del salón. No quería alarmar ni a su esposa ni a sus hijos.
-¿Mali?
-¡Hombre, Antonio! ¿Cómo estás?
-Bien, yo bien. Escucha, me acaba de llamar un
policía.
Acto seguido, le contó tal como pasó la historia
anterior.
-¿Qué dices? Pues no sé, yo hablé con él esta mañana
y todo era normal. ¿Quieres que le llame?
-Va a servir para lo mismo. Creo que voy a ir a su
casa, a ver si está bien.
-¿Quieres que vaya contigo?
-No te preocupes, si pasa algo yo te cuento.
Probablemente sea una tontería y esté perfectamente. No le digas nada a mamá,
que no le van a venir bien los nervios.
-Vale, llámame en cuanto sepas algo.
-Vale, hasta luego.
Antes de volver a llamar al policía, hizo un último
intento con el teléfono de su hermano. Nada. Pensó en llamar al fijo, pero
entonces cayó en la cuenta de que Juan Luis no tenía. Acabó llamando de nuevo
al policía.
-Hola.
-Hola, Antonio.
-Perdona, no me has dicho cómo te llamas.
-Pedro.
-Pedro, no me contesta. Mi hermana tampoco sabe nada
de él. Voy para allá, ¿Vale?
-Vale, yo estoy aparcado justo en frente de la
puerta del piso.
-Tardo quince minutos.
Entonces Antonio volvió a entrar en el salón y le
explicó la situación a su mujer. Los niños no entendían nada, eran chicos. Antonio
cogió las llaves del coche y condujo, lo más rápido que pudo, hasta la casa de
su hermano. Allí no había ningún coche de policía aparcado. Supuso que, tras
una emergencia, Pedro debió irse. No fue hasta que llamó al telefonillo, que no
se dio cuenta de que algo fallaba.
-¿Quién es?
Era la voz de su hermano Juan Luis.
-¿Cómo? Soy Antonio, tu hermano.
La puerta se abrió. Vivía en la segunda planta.
Antonio empezó a subir de dos en dos los escalones. Todo era sumamente extraño.
-¡Antonio! ¿Qué haces aquí?
-¿Y tu teléfono? ¡Te he llamado varias veces!
-Me lo robaron esta mañana, no he podido avisar a
nadie porque estaba hasta arriba de trabajo. ¿Por qué? ¿Pasa algo?
Comenzó a contarle la historia, pero algo le detuvo.
Miró la hora. Había pasado un cuarto de hora desde que salió de su casa, donde
su mujer y sus hijos pequeños estaban solos. Dejó de contarle la historia a
Juan Luis y marcó el teléfono de su casa. Nadie respondió. Marcó el número del
móvil de su mujer. Nadie respondió.
Ni siquiera se despidió de su hermano. Hasta ese
momento, no fue consciente de que podía bajar los escalones de cuatro en
cuatro. Cuando llegó al coche, se montó y condujo aún más rápido que a la ida.
Cuando llegó a su calle, aparcó en doble fila y corrió hasta la puerta de su
casa.
Estaba abierta.
Él no la había dejado abierta. La había dejado
cerrada.
Entró como una exhalación en su hogar, gritando.
-¡¿Andrea?! ¿¡Cariño!? ¿¡Niños?!
Nadie le respondió.
Entró corriendo al salón, y nunca podrá borrarse la
imagen que vio a continuación. Su familia estaba amordazada y atada, sentada en
el suelo apoyando las espaldas los unos en los otros. No había nadie más en la
casa. Corrió hacia ellos y les quitó las mordazas.
-¿¡Qué ha pasado!? ¿¡Estáis bien!?
Los niños estaban llorando, al igual que su madre.
Fue ella la que habló, temblando, mientras su marido la desataba.
-En cuanto te fuiste, unos hombres entraron. No sé
cómo lo hicieron, pero cuando me di cuenta ya estaban en el salón. Eran unos
cuantos, con la cara tapada. Uno habló y nos dijo que nos portáramos bien. Al
principio sólo nos ataron, pero acabaron tapándonos la boca porque los niños no
paraban de llorar. Se han llevado la televisión, la videoconsola, el ordenador…
Hubo un momento en el que dejé de mirar, no podía.
No dijo exactamente eso, pero no puedo estar un
párrafo entero describiendo sus balbuceos, tartamudeos y sollozos. Antonio
abrazó a su mujer y la consoló, diciéndole que no pasaba nada. Todos estaban
bien.
Mientras lo hacía, no podía más que culpabilizarse.
Había sido una trampa. Ni el que le había llamado era policía, ni su hermano
estaba en problemas. Le habían robado a su hermano el móvil por la mañana y le habían mentido a él para
sacarlo de casa y así poder entrar a robar con más facilidad. Y todo sin que él
sospechase absolutamente nada.
Ahora dejemos a Antonio ahí, abrazando a su mujer,
con sus preguntas de cómo habían entrado, cómo tenían su número y cómo le
conocían, que cada vez le parecían menos importantes. Silenciemos el llanto de
sus hijos de banda sonora. Dejémosle ahí, feliz, porque fue cuando se dio
cuenta de que lo poco que le importaba todo lo que había comprado con dinero.
Dejémosle ahí, sonriendo mientras besa a su esposa, porque nunca se sintió más
vivo que cuando abrazó a su familia y vio que, a pesar de su error, seguían
sanos y salvos.
No todos pueden decir lo mismo.
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