domingo, 29 de mayo de 2016

#SinPenaNiGloria I: ¿Socorro?

“Que Dios reparta suerte,
porque como sea justicia fijo que a más de uno nos desgracia”.
-Tutto Vale.


Río Guadalquivir. Puente de los Remedios. Sevilla. Septiembre 2015.

En primer lugar, os dejo este micro-relato que me salió ayer vía Twitter:

“Mis ojos no mentían: era él, y su sonrisa brillaba como nunca. Pero claro, ni los oídos oyen las miradas, ni las sonrisas hablan como la boca.

Yo no mentí, pero todo fue mentira.”

***

En segundo, os dejo el relato que acabo de escribir hace unos minutos. Primera parte del proyecto #SinPenaNiGloria.
Ruego me disculpen las compañías que ofrecen este servicio, es sólo una historia de ficción.

¿Socorro?

¿Se puede ser más estúpido?

No, en serio, ¿Puede alguien ser más imbécil que yo? “Estás siendo muy duro contigo mismo, no sé qué, no sé cuánto”. ¿Tú crees? A ver, te lo explico. Estoy en la universidad, y como suele ser normal en estas fechas, al día siguiente tenía un final. Ya sabes, un examen de esos en los que me jugaba todo el cuatrimestre. No te preocupes, me lo sabía que daba gusto. A decir verdad, es de los pocos exámenes que creía que iba a lograr aprobar. Puede que el único. Probablemente el único. En fin, ese no era el problema. El problema era que, en mi afán por darle un repaso antes de irme hacia Sevilla –sí, estudiaba allí y mis padres son de Cádiz –quise irme en el último autobús. Hasta ahí todo bien, ¿No? “El chaval quiere estudiar un poco, se va en el último bus y así aprovecha la tarde, es un tío responsable.” Vale, tienes razón, de hecho todo sería perfecto si no fuese porque soy tan gilipollas que, al mirar la página web de la empresa de transporte, vi el horario de fin de semana. Supongo que te lo imaginarás, pero por si no lo sabes, es distinto al establecido entre semana. ¿Y qué día era? Bingo. Lunes
.
Aprovechando esa fantástica imaginación que tienes, fíjate en la cara que se me quedó al comprobar que el último salió a las ocho y media de la tarde. No hace falta que lo preguntes, sí. Fui a las nueve.
¿Ves cómo tenía razón? Soy patético.

Me daría igual. Por lo general, estas cosas no me importan. Cogería el primero que saliese hacia Sevilla al día siguiente y no pasaría nada.  Sin embargo, a algún profesor de esos que toman decisiones importantes se le ocurrió poner el examen a las ocho de la mañana. La verdad, ¿Levantarme a las cinco para estar allí a tiempo? ¿Tú lo harías? Ya, yo tampoco.

¿Cuál ha sido la solución? A mis padres no iba a decirles nada. Estaría bonito. “Papá, que he perdido el bus, ¿Me llevas a Sevilla?” Suena bien, ¿Eh? Pues sin haber terminado de vocalizar la palabra “perdido” ya me habría colgado. Así de chulo es mi padre. Lo que hice fue sentarme en uno de los bancos de la estación, renunciar a parte de mi preciada tarifa de internet del móvil y descargarme una aplicación de esas para compartir coche. Fácil y sencillo. En pocos minutos ya tenía a un señor que salía hacia Sevilla en media hora y me recogía en la estación. Pago en mano. Me dejaba prácticamente en mi piso. ¿Qué podía ir mal?

Era un coche pequeño y no muy nuevo que digamos. Un Peugeot 206. Mi abuelo había tenido uno y la verdad es que son muy cómodos. Paró en doble fila, se bajó y me saludó. Juan se llamaba. Cruzamos apenas dos palabras, montamos mi equipaje en el maletero y me senté en el asiento del copiloto. Al parecer, yo era su único acompañante ese día. Era un tío simpático, de unos treinta y algo, pero yo me puse los auriculares y me olvidé de él prácticamente. Nunca he sido muy de contarle mi vida a desconocidos.

El viaje transcurrió “sin incidencias”. Y lo pongo entre comillas porque lo último que recuerdo es que cogió una salida de la carretera que yo no me esperaba para nada. Fui a preguntarle, creo que llegué a hacerlo, y ya está. Nada más. Ahí tengo una especie de nubarrón negro en mi memoria. Ahora llevo despierto unas cuantas horas. Estoy en el suelo de alguna especie de sótano. Por increíble que parezca, me han dejado mi maleta. Eso sí, abierta y registrada. . Hay mucha humedad, por lo que me he puesto una de mis sudaderas. No hay ni rastro de mi móvil ni de mi ordenador. A ver, no es que yo esperase encontrarlos, pero una pequeña esperanza tenía. ¿No te dije desde el principio que era un estúpido?

Me he tirado un rato buscando una salida. No, no ha sido como las películas. No estoy maniatado ni con unas esposas muy apretadas en mis muñecas. Sólo me han soltado aquí abajo, punto. Únicamente hay una puerta, al final de unas escaleras, y está atrancada. Le he dado unas cuantas embestidas, pero ella me ha devuelto el impulso más fuerte y casi ruedo por las escaleras. Estoy cansado. El resto de la habitación está increíblemente vacía. Sólo está mi equipaje y una columna central que parece que sujeta todo el techo. Supongo que en breve vendrá el tal Juan, si es que se llama así, y me matará. No, no soy tan duro. Estoy acojonado llorando en el suelo, pero ¿Qué quieres que diga? ¿Me pongo a suplicarle a este puto cuaderno de Matemáticas Empresarial? “No, por Dios, no me mates”.  ¿Para qué crees que estoy escribiendo esto? ¿Para el rollo peliculero de que alguien encuentre estas páginas y sepa qué me ha ocurrido? No seas ridículo. Las películas sólo son eso, películas, y son ellas las que se basan en hechos reales. Nunca verás un hecho real basado en una película. Dios tiene demasiada imaginación como para hacer eso. Lo que pasa es que no puedo hacer nada, y tengo que intentar entretenerme con algo si no quiero ponerme a llorar. Quién sabe, a lo mejor tengo suerte y todo es una broma o algo así. Ojalá lo sea, pero vamos, ni puta gracia.

Acabo de escuchar ruidos. Está bajando.


¿Socorro? 

2 comentarios:

  1. Me ha encantado, pero me ha sabido a poco, me has dejado con la intriga del final. Eugenia

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    1. ¡Muchas gracias! Quizás haya segunda parte.
      ¡Un abrazo!

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