Estoy solo en casa por primera vez.
Es una sensación extraña. Sentir la libertad con las yemas de los dedos, tener la capacidad de tomar cualquier decisión sin que nadie la cuestione. Es la fruta prohibida de cualquier niño, pero para mí es un castigo.
Saber que eres la única persona que respira en la casa es difícil de asimilar. Ahora entiendo a mi madre cada vez que decía que dejarme solo en casa es un peligro. Y es que mi imaginación me puede jugar malas pasadas.
Cada ruido, cada sonido no esperado, es una declaración de guerra. Ante la más mínima pausa en la quietud del ambiente, mi mente crea una historia. ¿Que el viento cierra una ventana bruscamente? Eso significa que un ladrón intenta colarse ahora que no hay nadie más conmigo en el domicilio. ¿Que estoy en el sofá del salón y en la cocina se oye un ruido? Sin duda un intruso que pretende asesinarme ha quebrado la seguridad de mi hogar.
Pero cuando lo peor lo paso es, sin duda, cuando el golpe proviene del sótano. No soy más que un niño, y para mí cualquier detalle, cuando estoy solo, es síntoma de miedo y preocupación. Rápidamente lo asocio con un fantasma que habita en el olvido más ingrato y que despierta en los cimientos de esta casa en alguna noche perdida, como la de hoy, y sale de su cautiverio para acabar con incautos como yo.
Lo primero que hago es llamar a gritos a mi padre. Él es que sabe espantar a los monstruos y a las criaturas que quieren terminar con mi corta vida. A los segundos de no obtener respuesta, recuerdo que no está. Que yo soy el hombre de la casa. Que la responsabilidad de alejar a ese espíritu recae sobre mí.
Es un hecho que todos nos sentimos más seguros con algo entre las manos. Algo con lo que herir a quien quiera hacernos daño, así que me dirijo a la cocina.
Una vez allí abro el cajón principal y extraigo de él un cuchillo. El más grande y afilado que encuentro.
Y luego, aunque sin tener todas conmigo, abro la puerta del sótano. Antes de empezar a bajar peldaño a peldaño, pulso los interruptores del subterráneo y me preparo para enfrentarme a lo que sea que me espera viendo bien a qué me enfrento.
Estoy realmente asustado, pero aún así, con mi arma en la mano, me atrevo a descender.
El sótano es amplio. En él hay desde una caja de herramientas a un sofá viejo, pasando por una mesa, unas bicicletas... Y demás trastos que sobran. Mi sótano es algo así como el infierno, todo lo que no queremos arriba, va abajo.
Con el cuchillo en alto empiezo a gritar: "¿Dónde estás? ¡Sal si eres capaz!"
Y cuando daba vueltas sobre mí mismo esperando que se abalanzase sobre mí, la luz se apaga. Así de simple. No sé ni cómo ni por qué, pero todo se vuelve negro.
A partir de ese momento el pánico se apodera de mí. Dejo caer el arma al suelo y corro, sin pensar, en dirección al sofá. Me tropiezo con este y me enredo con la manta que estaba sobre él. Y en el refugio que me proporciona, me siento a salvo.
Aveces el mayor error es no hacer nada ante los problemas, y otras veces es hacer demasiado.
Allí, en la calma del sofá, me doy cuenta de que no debería haberme hecho el valiente, que ignorar a quién nos quiere hacer sufrir es la mejor respuesta a sus ataques. Y es que los peores fantasmas son los que tenemos en nuestro interior impidiéndonos dormir. Esos son los cobardes que se escudan en algo llamado insomnio. Y es que a mí me da miedo soñar a oscuras.
Siempre he confiado demasiado en que mis padres estarían ahí. Nunca me he planteado que algún día se irán para no volver, y entonces no tendré ningún punto de apoyo. Y hay problemas que no se pueden arreglar com éxito si alguien que ha pasado por lo mismo no nos ayuda.
Yo por ahora sigo aquí quieto, bajo la tela, procurando que nadie me oiga respirar. Y al final para esto sirve ser valiente, para darle un arma a tus miedos. Arma que no tendrían si no hubieses estado en silencio.
Alejandro Berraquero, a 9 de Julio de 2013