Cajas
de Cartón
Por Alejandro Berraquero
Pesada. No
hay una palabra que la defina mejor. El contacto con sus mejillas, frías como
el hielo, me hace abrir los ojos, aunque sigo suplicando por esos cinco minutos
más que nunca llegarán. Intento librarme de sus besos, pero ella está empeñada
en sacarme de mi plácido sueño y me hace renunciar a ganar la batalla cuando me
arrebata las sábanas. Eso sentencia el resultado, así que permito que me ayude
a incorporarme. Como es de sentido común que aún estoy más dormido que
despierto, ella me viste poco a poco. Cuando acaba intento volver a la cama,
pero ella me agarra del brazo y me conduce al cuarto de baño, para terminar de
prepararme.
Para
evitar que vuelva a tratar de huir hacia los brazos de Morfeo, me acerca al
grifo y me empapa la cara repetidas veces, hasta que considera que no volveré a
dormirme. Aprovecha para humedecerme el pelo, y con un peine empieza a peinarlo
lo mejor que puede.
Mientras
se afana en esta tarea, observo nuestro reflejo en el desgastado espejo que
cuelga ante nosotros.
En él veo
a un niño pequeño, quizás demasiado para la realidad que golpea su entorno. Su
rostro refleja sueño, y su mirada irradia una inocencia que es propia de la
infancia. Pero a su lado veo a una mujer. Una mujer cansada de luchar por un
futuro mejor que parece que nunca va a llegar. Una mujer que no recuerda la
última vez que se arregló o que alguien le dijo lo guapa que estaba. Hoy unas
exageradas ojeras adornan una mirada cargada de melancolía, de impotencia, de
fracaso.
Ese niño
soy yo y ella es mi madre. Vivimos solos en un pequeño piso. No es nada del
otro mundo, pero como mamá dice, es nuestro palacio. En él, el gran salón de
baile no es más que una habitación con pocos metros cuadrados y una televisión
antigua que no sintoniza la mayoría de los canales, el inmenso comedor tan solo
es una cocina en la que hay que pelearse con las puertas de los armarios cada
vez que se prepara la cena y los magníficos dormitorios con sábanas de seda son
en realidad dos habitaciones con camas individuales que muchas noches acabamos
compartiendo porque los truenos y las gotas de lluvia que se filtran por la
ventana me dan miedo y me impiden dormir. Pero es nuestro y a para nosotros es
la más lujosa de las mansiones porque nos tenemos el uno al otro.
Mientras
mi mente en realidad no piensa nada de eso, ella ha estado domando los mechones
de mi cabeza. Cuando al fin consigue que mi mata de pelo esté más o menos
presentable, se descuida para coger la colonia. Yo aprovecho este despiste para
salir corriendo por el pasillo, en busca de un desayuno que sin duda estará
preparado. El estómago no para de recordarme que la cena de anoche, como
siempre, me supo a poco.
Cuando
paso por el salón, tropiezo con una de esas cajas de cartón que inundan la
estancia desde hace unas semanas y en las que están guardadas todas nuestras
cosas. No entiendo por qué mi madre se ha encaprichado con vaciar todas las
estanterías y cajones. No me gusta que haya cosas que no consigo encontrar
entre tantas cajas. Menos mal que mamá lo tiene todo controlado, y ha dejado
bien diferenciada mi caja de juguetes.
En la
cocina está mi cuenco lleno de cereales y leche fría. Desde hace unos días no
tenemos luz, así que el microondas no funciona. Ha venido mucha gente a casa
últimamente. Toda la familia se acerca de vez en cuando, además de personas que
no conozco. Yo siempre le digo a mamá que les pregunte si saben que pasa con la
luz. Esto de no tener televisión hace que me aburra mucho, porque mamá no me
deja salir a la calle desde hace unos días, da igual todo lo que patalee o
proteste.
Miro el
reloj de la cocina. Nunca he entendido los relojes con manecillas, así que
después de mirarlo un buen rato intentando descifrar su incomprensible mensaje,
le pregunto la hora a mamá.
Oigo sus
pasos que lentamente se acercan desde el pasillo. Cuando traspasa el umbral,
veo que lleva el bote enorme de colonia, el que está adornado con una foto
enorme de un bebé y que contiene esa fragancia que yo tanto odio. Ella siempre
dice que es nuestro perfume favorito, y yo nunca la contradigo, por no
decepcionarla.
Ignorando
mi pregunta, vierte parte de la colonia en mi cabeza, y mientras yo sigo
comiendo, se dirige a mí:
-"Álvaro,
nos vamos de casa. A partir de ahora viviremos en casa del abuelo. Dentro de un
rato vendrán los tíos para ayudarnos con la mudanza. Y también viene gente que
no conoces. Un hombre muy bien vestido, con traje de chaqueta y un
policía."
-"¿Un
poli de verdad? ¿Con uniforme y todo?" le digo, abriendo los ojos como
platos. Siempre había querido conocer a un policía como los de las películas.
De mayor quería ser como el comisario de mi serie favorita de la televisión,
salvar vidas y ser un héroe para todos.
-"Sí
Álvaro, un policía de verdad. Y oye, no te encargo nada. Con esas personas aquí
tienes que comportarte como todo un hombre, ¿De acuerdo?" Insiste ella.
-"Claro
mamá, -le digo hinchando el pecho y con una estupenda sonrisa- voy a
demostrarles quién es el hombre de la casa"
Y mientras
escucho todo lo que dice no pienso en lo que quiere decir ese "nos vamos
de casa" que me ha dicho. Ni tampoco me pregunto por qué nos vamos a casa
del abuelo si nuestra casa es más grande. En mi cabeza sólo cabe que voy a
conocer a un policía. Y a uno de verdad, con uniforme y todo.
Mi mente
infantil empieza a volar por un lugar remoto, en el que el policía me sonríe,
me deja coger su pistola, me presta su placa y me regala su gorra. Era un sueño
muy alejado de la realidad. Demasiado alejado.
Cuando llamaron
a la puerta y ella abrió, todo mi mundo se vino abajo. Un policía, sí, pero el
policía más alejado de la visión idealista que yo tenía de ese gremio que
podría haber, entró en nuestra casa. Y justo después de que el hombre trajeado que
le seguía, serio y con cara de pocos amigos hiciese firmar a mi madre unos
papeles con un bolígrafo que se me antojó muy caro, ese "agente de la
ley" nos sacó a empujones de nuestra casa, y con la ayuda de otros
policías nos dejó, junto con todas nuestras cajas de cartón, en la entrada de
ese edificio en el que no volvería a entrar jamás y al que hasta hace poco
llamaba hogar
Mis tíos
llegaron puntuales, cogieron las cajas de cartón y las metieron en el coche.
Mientras, muchos policías nos rodeaban dándonos las espaldas, como
protegiéndonos de toda esa muchedumbre que gritaba y movía en alto sus
carteles. No entendía que pasaba. Creía que sería un anuncio de perfume. Esos
anuncios siempre son muy extraños, pero por más que buscaba no encontraba las
cámaras por ninguna parte.
Mamá no
paraba de llorar. Parecía que se moría de pena. Su cara estaba congestionada
por el llanto, y adornada por las gotas saladas de sus lágrimas. No entendía
por qué estaba así, así que yo también empecé a llorar. No me gusta verla
triste.
Hoy, años
después de aquello, sé que nos desahuciaron. Que unos altos mandatarios de un
banco se aprovecharon de mi madre, de mí, y de otros tantos miles de personas.
Hoy sé que
a mi madre y a mí nos echaron de nuestro hogar contra nuestra voluntad, y sin
ninguna piedad.
Hoy sé que
esas personas que nos rodeaban no rodaban un anuncio, si no que protestaban
contra un mundo en el que ni siquiera el derecho a una vivienda digna se
respeta, contra un mundo lleno de ladrones y mentirosos. Un mundo que nadie
querría para sus hijos. Un mundo en el que el mejor futuro que mi madre me pudo
ofrecer fue el de unas cajas de cartón mal apiladas en la acera.
Alejandro Berraquero, en Mayo de 2013